Capçalera
 FiloXarxa Diccionari enciclopèdic de filosofia: autors, conceptes, textos

Temes  -

El saber filosòfic El coneixement La realitat L'ésser humà L'acció humana La societat

Història -

Filosofia antiga i medieval Filosofia moderna Filosofia contemporània Mapa del web Ajuda i altres Descarregar "font grega"
Cerca continguts al web Pensament: autors, conceptes, textos, obres ...
Loading

Capçalera
 FiloXarxa Diccionari enciclopèdic de filosofia: autors, conceptes, textos

Temes  -

El saber filosòfic El coneixement La realitat L'ésser humà L'acció humana La societat

Història -

Filosofia antiga i medieval Filosofia moderna Filosofia contemporània Mapa del web Ajuda i altres Descarregar "font grega"
Cerca continguts al web Pensament: autors, conceptes, textos, obres ...
Loading

Cerebros en una Cubeta

Hilary Putnam

Parte II

 

3. DOS PERSPECTIVAS FILOSÓFICAS

 

Los problemas que hemos estado discutiendo dan origen de por sí a dos puntos de vista filosóficos (o a dos temperamentos filosóficos, tal y como los llamé en la introducción). Lo que me interesa son estos puntos de vista y sus consecuencias con respecto a cada problema filosófico: la cuestión de los «cerebros en una cubeta» carecería de interés, salvo como una especie de paradoja lógica, si no fuera por la nitidez con que subraya las diferencias entre estas perspectivas filosóficas.

Una de ellas es la del realismo metafísico. Según esta perspectiva, el mundo consta de alguna totalidad fija de objetos independientes de la mente. Hay exactamente una descripción verdadera y completa de «cómo es el mundo». La verdad supone una especie de relación de correspondencia entre palabras o signos mentales y cosas o conjuntos de cosas externas. A esta perspectiva la llamaré externalista, ya que su punto de vista predilecto es el del Ojo de Dios.

La perspectiva que voy a defender carece de nombre que no sea ambiguo. Es un logro tardío en la historia de la filosofía, y todavía hoy se preocupa de que no se la confunda con otros puntos de vista de índole completamente distinta. La denominaré perspectiva ínternalista, ya que lo característico de tal concepción es sostener que sólo tiene sentido formular la pregunta ¿de qué objetos consta el mundo? desde dentro de una teoría o descripción. Muchos filósofos internalistas, aunque no todos, sostienen además que hay más de una teoría o descripción del mundo verdadera. Desde la perspectiva internalista, la «verdad» es una especie de aceptabilidad racional (idealizada) —una especie de coherencia ideal de nuestras creencias entre sí y con nuestras experiencias, considerándolas como experiencias representadas en nuestro sistema de creencias— y no una correspondencia con «estados de cosas» independientes de la mente o del discurso. No existe un punto de vista como el del Ojo Divino que podamos conocer o imaginar con provecho. Sólo existen diversos puntos de vista de personas reales, que reflejan aquellos propósitos e intereses a los que se subordinan sus descripciones y teorías. («Teoría de la verdad-coherencia», «no realismo», «verificacionismo», «pluralismo», «pragmatismo»; pese a que se han aplicado todos estos términos a la perspectiva internalista, cada uno de ellos tiene connotaciones inaceptables debido a sus restantes aplicaciones históricas).

Los filósofos internalistas rechazan la hipótesis de los «cerebros en una cubeta». La hipótesis de los «cerebros en un mundo-cubeta» es para nosotros únicamente un relato, una mera construcción lingüística: de ningún modo un mundo posible. La idea de que este relato podría ser verdadero en algún universo, en alguna Realidad Paralela, supone desde el principio el punto de vista del Ojo de Dios, como fácilmente puede verse. En efecto, ¿desde qué punto de vista se cuenta este relato? Evidentemente, no desde el punto de vista de alguna criatura sintiente en el mundo. Tampoco desde el punto de vista de algún observador de otro mundo que interactúe con éste, pues un «mundo» incluye por definición todo aquello que interactúa, de una u otra forma, con las cosas que contiene. Si usted, por ejemplo, fuera el observador que no es un cerebro en una cubeta, espiando a los cerebros en una cubeta, entonces el mundo no sería un mundo en el que todos los seres sintientes fueran cerebros en una cubeta. Así que la suposición de que podría haber un mundo en el que todos los seres sintientes fueran cerebros en una cubeta presupone desde el principio la visión de la verdad del Ojo Divino —o, con más precisión, la visión de la verdad del No-Ojo—, la verdad como algo totalmente independiente de los observadores.

 

Por otra parte, el filósofo externalista no puede rechazar tan fácilmente la hipótesis de que todos somos cerebros en una cubeta. Pues la verdad de una teoría no consiste en su ajuste con el mundo conforme éste se presenta al observador u observadores (la verdad no es «relacional» en este sentido), sino en su correspondencia con el mundo tal como es en sí mismo. Y el problema que le planteo al filósofo externalista, es que si él es un cerebro en una cubeta, no puede disponer lógicamente de la misma relación de correspondencia de la que (en su opinión) dependen la verdad y la referencia. Por tanto, si somos cerebros en una cubeta, no podemos pensar que lo somos, excepto en el sentido puesto entre paréntesis [Somos cerebros en una cubeta]. Y este pensamiento puesto entre paréntesis no tiene condiciones referenciales que lo hagan verdadero. De modo que, después de todo, no es posible que seamos cerebros en una cubeta.

Supongamos que asumimos una «teoría mágica de la referencia». Podríamos suponer, por ejemplo, que algunos rayos ocultos —llamémosles «rayos noéticos»[1] conectan las palabras y los símbolos mentales con sus referentes. No hay problema entonces. El cerebro en una cubeta puede pensar las palabras «Soy cerebro en una cubeta», y cuando lo hace la palabra «cubeta» corresponde (con la ayuda de los rayos noéticos) a cubetas externas reales, y la palabra «en» (con idéntica ayuda) a la relación espacial de contención. Pero tal opinión es obviamente insostenible. Ningún filósofo de nuestros días se adheriría a ella. El caso de los cerebros en una cubeta es un problema para el moderno realista debido a su deseo de poseer una teoría de la verdad-correspondencia sin tener que creer en «rayos noéticos» (o sin tener que creer en objetos que se Auto-Identifican[2] —Objetos que corresponden intrínsecamente a una palabra o signo mental más bien que a otro).

Como hemos visto, el problema es el siguiente: ahí fuera hay esos objetos. Aquí la mente-cerebro, llevando a cabo su pensamiento-computación. ¿Cómo entran los símbolos del sujeto pensante (o los de su mente-cerebro) en una correspondencia única con los objetos y conjuntos de objetos de ahí fuera?

La réplica que está hoy de moda entre los externalistas es que, pese a que en realidad ningún signo corresponde necesariamente a ningún conjunto de cosas más bien que a otro, las conexiones contextuales entre los signos y las cosas externas (en particular, las conexiones causales) harán explicable la naturaleza de la referencia. Pero así no se resuelve el problema. Por ejemplo, es probable que la causa predominante de mis creencias sobre los electrones sean diversos manuales. Pero mis proferencias de la palabra «electrón», pese a tener en este sentido una firme conexión con los manuales, no se refieren a éstos. Los objetos que son la causa predominante de mis creencias contenientes de cierto signo pueden no ser los referentes de ese signo.

El externalista replicará ahora que la palabra «electrón» no está conectada con los manuales mediante una cadena causal del tipo apropiado. (Pero ¿cómo podemos tener intenciones que determinen qué cadenas causales son «del tipo apropiado» salvo que ya seamos capaces de referirnos a las cosas?)

Para un internalista como yo, la situación es completamente distinta. Desde una perspectiva internalista, los signos tampoco corresponden intrínsecamente a objetos con independencia de quién y cómo los emplee. Pero un signo empleado de un modo determinado por una determinada comunidad de usuarios puede corresponder a determinados objetos dentro del esquema conceptual de esos usuarios. Los «objetos» no existen independientemente de los esquemas conceptuales. Desmenuzamos el mundo en objetos cuando introducimos uno u otro esquema descriptivo, y puesto que tanto los objetos como los símbolos son internos al esquema descriptivo, es posible indicar cómo se emparejan.

En realidad es trivial decir cuál es la referencia de alguna palabra dentro del lenguaje al que pertenece mediante el uso de la misma palabra. ¿A qué se refiere «conejo»? ¡Cómo! ¡A conejos, por supuesto! ¿A qué se refiere extraterrestre? A extraterrestres (si los hay).

Por supuesto, el externalista está de acuerdo en que la extensión de «conejo» es el conjunto de los conejos y la de «extraterrestre» el conjunto de extraterrestres. Pero no considera que tales enunciados nos indiquen qué es la referencia. Para él, averiguar qué es la referencia, es decir, cuál es la naturaleza de la correspondencia entre las palabras y las cosas, es un problema apremiante (y en el capítulo anterior vimos cuán apremiante). Para mí, hay poco que decir sobre lo que es la referencia dentro de un esquema conceptual, aparte de estas tautologías. La idea de que es necesaria una conexión causal es refutada por el hecho de que «extraterrestre» se refiere sin duda a extraterrestres, hayamos interactuado causalmente con extraterrestres o no.

No obstante, el filósofo externalista replicaría que podemos referirnos a extraterrestres pese a no haber interactuado con ninguno de ellos (que sepamos) gracias a que hemos interactuado con terrestres y a que hemos experimentado instancias de la relación «no es del mismo planeta que» e instancias de la propiedad «ser inteligente». Y podemos definir extraterrestre como ser inteligente que no es del mismo planeta que los terrestres. Además «no es del mismo plantea que» puede analizarse en términos de «no es del mismo lugar que» y «planeta» (que pueden seguir analizándose). El externalista renuncia de este modo al requisito de que tengamos alguna conexión real (por ejemplo, una conexión causal) con todas las cosas a las que podemos referirnos, exigiendo sólo que los términos básicos se refieran a géneros de cosas (y relaciones) con los que tenemos alguna conexión real. El externa-lista afirma que utilizando los términos básicos en combinaciones complejas podemos construir expresiones descriptivas que se refieran a géneros de cosas con las que no tenemos ninguna conexión real, y que pudieran incluso no existir (por ejemplo, extraterrestres).

Lo cierto es que podría haberse dado cuenta de que la extensión de palabras tan simples como «conejo» o «caballo» incluye muchas cosas con las que no hemos interactu4do causalmente (por ejemplo, conejos y caballos futuros, o conejos y caballos que nunca interactuaron con seres humanos). Cuando usamos la palabra «caballo» no sólo nos referimos a los caballos con los que tenemos conexión real, sino también a todas las demás cosas del mismo tipo.

 

No obstante, debemos observar en este punto que «del mismo tipo que» es una expresión que no tiene sentido si no es desde un sistema categorial que señale qué propiedades cuentan y qué propiedades no cuentan como semejanzas. Después de todo, cualquier cosa es del mismo tipo que cualquier otra de varias maneras. Todo este alambicado relato acerca de cómo nos referimos a algunas cosas en virtud del hecho de que estén conectadas con nosotros por cadenas causales del tipo apropiado, y aún a otras en virtud del hecho de que son «del mismo tipo que» las cosas conectadas con nosotros por cadenas causales del tipo apropiado, e incluso a otras por «descripción», no es tan falso como ocioso. Lo que hace que los caballos con los que no he interactuado sean del «mismo tipo» que aquéllos con los que sí lo he hecho, es que tanto los primeros como los últimos son caballos. La formulación del problema por parte del realista metafísico lo disfraza una vez más, como si hubiera que empezar con todos esos objetos en sí mismos, adquiriendo entonces un tipo peculiar de lazo con algunos pocos (los caballos con los que tengo conexión real, v(a cadena causal del tipo apropiado), topándome entonces con el problema de conseguir que mi palabra («caballo») cubra no sólo aquellos objetos que he «enlazado», sino también aquellos otros que no puedo enlazar, bien porque están demasiado lejos en el espacio-tiempo, bien por cualquier otra causa. Y la «solución» a este pseudo-problema, tal como yo lo considero —la «solución» del realista metafísico— es decir que la palabra cubre automáticamente no sólo los objetos que he enlazado, sino también los objetos que son del mismo tipo —del mismo tipo en sí mismos. Pero entonces lo que se afirma, después de todo, es que el mundo consta de Objetos que se Auto-Identifican, pues afirmar que es el mundo, y no los sujetos pensantes, el que clasifica las cosas en géneros, significa precisamente esto.

 

Yo diría que el mundo consiste en Objetos que se Auto-Identifican en un sentido —pero en un sentido no asequible al externalista. Si, como mantengo, los propios objetos son tanto construidos como descubiertos, son tanto producto de nuestra invención conceptual como del factor «objetivo» de la experiencia, el factor independiente de nuestra voluntad, entonces los objetos pertenecen intrínsecamente a ciertas etiquetas; porque esas etiquetas son las herramientas que usamos para construir una versión del mundo en la que tales objetos ocupan un lugar preeminente. Pero este tipo de Objetos que se Auto-Identifican no es independiente de la mente: y lo que el externalista quiere es concebir el mundo como si consistiese de objetos que son independientes de la mente y que al mismo tiempo se Auto-Identifican. Y esto es lo que no se puede hacer.

 

 

 

INTERNALISMO Y RELATIVISMO

 

 

El internalismo no es un fácil relativismo que afirme que «todo vale». Negar que tenga sentido preguntar si nuestros conceptos «se emparejan» con algo completamente incontaminado por la conceptualización es una cosa. Pero inferir a partir de esto que cualquier esquema conceptual es tan bueno como cualquier otro sería otra muy distinta. Si alguien creyese algo semejante, y fuera lo bastante imprudente como para escoger un esquema conceptual que le dijese que puede volar y que obre en consecuencia saltando por la ventana, observaría de inmediato (si tuviera la suerte de sobrevivir) las desventajas del último punto de vista. El internalismo no niega que haya inputs experienciales en el conocimiento; el conocimiento no es un relato que no tenga otra constricción que la coherencia interna; lo que niega es que existan inputs que no estén configurados en alguna medida por nuestros conceptos, por el vocabulario que utilizamos para dar cuenta de ellos y para describirlos, o inputs que admitan una sola descripción, independiente de toda opción conceptual. Hasta la descripción de nuestras propias sensaciones, tan estimada como punto de partida del conocimiento por generaciones de epistemólogos, está profundamente afectada (como lo están las mismas sensaciones, dicho sea de paso) por multitud de opciones conceptuales. Los propios inputs sobre los que se basa nuestro conocimiento están conceptualmente contaminados. Pero es mejor tener inputs contaminados que no tener inputs de ninguna clase. Y si todo lo que tenemos son inputs contaminados, aun así no tenemos poco.

Lo que hace que un enunciado, o un sistema completo de enunciados —una teoría o esquema conceptual— sea racionalmente aceptable es, en buena parte, su coherencia y ajuste; la coherencia de las creencias «teóricas» —o menos experienciales— entre sí y con las creencias más experienciales; y también la coherencia de las creencias experienciales con las teóricas. Según la teoría que voy a desarrollar, nuestras concepciones de coherencia y aceptabilidad están profundamente entretejidas en nuestra psicología. Dependen de nuestra biología y de nuestra cultura y no están, en absoluto, «libres de valores». Pero son nuestras concepciones, y lo son de algo real. Definen un tipo de objetividad, objetividad para nosotros, si bien ésta no es la objetividad metafísica del punto de vista del Ojo de Dios. Objetividad y racionalidad humana es lo que tenemos; y tener esto es mejor que no tener nada.

Rechazar la idea de una perspectiva «externa» coherente, una teoría que simplemente es verdadera en sí misma, dejando a un lado todo posible observador, no es identificar la verdad con la aceptabilidad racional. La verdad no puede ser tan sólo aceptabilidad racional por una razón fundamental; se supone que la verdad es una propiedad perenne de un enunciado, mientras que la justificación puede perder-se. Con toda probabilidad, el enunciado «La tierra es plana» era racionalmente aceptable hace 3.000 años, pero no lo es hoy. No obstante, sería erróneo decir que «La tierra es plana» era verdadero hace 3.000 años, ya que ello significaría que la tierra ha cambiado de forma. En realidad, la aceptabilidad racional es relativa tanto a un tiempo como a una persona. Es además una cuestión de grado; a veces la verdad es presentada como una cuestión de grado (por ejemplo decimos a veces que «La tierra es una esfera» es aproximadamente verdadero; pero aquí se trata del grado de precisión del enunciado, y no de su grado de aceptabilidad o justificación).

En mi opinión, esto no muestra que la perspectiva externalista sea al fin y al cabo correcta, sino que la verdad es una idealización de la aceptabilidad racional. Hablamos como si hubiera tales cosas como condiciones epistemológicas ideales, y llamamos «verdadero» a un enunciado que estaría justificado bajo tales condiciones. Las condiciones epistemológicamente ideales son como las superficies sin rozamiento: en realidad no podemos obtener condiciones epistemológicamente ideales, ni siquiera tener la certeza de que nos hemos aproximado suficientemente a ellas. Pero tampoco podemos conseguir superficies sin rozamiento, y aún así decimos que las superficies sin rozamiento tienen «valor efectivo» gracias a que podemos acercarnos a ellos con un grado de aproximación bastante alto.

Quizá parezca que explicar la verdad en términos de justificación bajo condiciones ideales es explicar una noción clara en términos de otra vaga. Pero la «verdad» no es tan clara cuando nos alejamos de ejemplos tan banales como «La nieve es blanca». Y, en cualquier caso, no estoy intentando ofrecer una definición formal, sino una eluci5 dación informal, de la noción de verdad.

Dejando a un lado el símil de las superficies sin rozamiento, las dos ideas clave de la teoría de la verdad-idealización son las siguientes: (1) la verdad es independiente de la justificación aquí y ahora,         no independiente de toda justificación. Afirmar que un enunciado es verdadero es afirmar que podría ser justificado. (2) Es de esperar que la verdad sea estable o «convergente»; si tanto un enunciado como          su negación pueden ser «justificados», no tiene sentido pensar que tal enunciado posee un valor de verdad, por mucho que las condiciones fueran tan ideales como uno soñase alcanzar.

 

 

LA TEORIA DE LA «SIMILITUD»

 

 

La teoría que afirma que la verdad es una correspondencia es la más natural, desde luego. Quizá sea imposible hallar algún filósofo anterior a Kant que no mantuviera una teoría de la verdad-correspondencia.

 

Michael Dummett ha trazado recientemente[3] una distinción entre las perspectivas no-realistas (es decir, las que estoy denominando «internalistas») y las reduccionistas, con vistas a señalar que los reduccionistas pueden ser realistas metafísicos, es decir, subscriptores de la teoría de la verdad-correspondencia. El reduccionismo con respecto a una clase de afirmaciones (por ejemplo, afirmaciones con respecto a eventos mentales), es la concepción que mantiene que las afirmaciones de esa clase son «hechas verdaderas» por hechos que se encuentran fuera de esa clase. Por ejemplo, de acuerdo con cierto tipo de reduccionismo, los hechos acerca de la conducta «hacen verdaderas» las afirmaciones acerca de eventos mentales. Por poner otro ejemplo, la opinión del obispo Berkeley de que todo lo que «realmente existe» son las mentes y sus sensaciones también es reduccionista, puesto que sostiene que las oraciones acerca de mesas, sillas y otros «objetos materiales» ordinarios son hechas efectivamente verdaderas por hechos acerca de sensaciones.

Si un punto de vista es reduccionista con respecto a las afirmaciones de un tipo, pero con el único ánimo de insistir en la teoría de la verdad-correspondencia para las oraciones de la clase reductora, entonces el punto de vista es realista metafísico en su raíz. Un punto de vista auténticamente no-realista es no-realista en todo su recorrido.

Es frecuente cometer el error de considerar a los filósofos reduccionistas como no-realistas, pero Dummett sin duda está en lo cierto; los primeros discrepan de otros filósofos en lo que realmente hay, y no en su concepción de la verdad. Si soslayamos este error, mi afirmación de que es imposible encontrar un filósofo anterior a Kant que no fuese realista metafísico, al menos en aquellas afirmaciones que considera básicas o irreducibles, parecerá mucho más plausible.

La forma más vetusta de la teoría de la verdad-correspondencia, que perduró aproximadamente 2.000 años, es la que los filósofos antiguos y medievales atribuyeron a Aristóteles. No estoy seguro de que Aristóteles realmente la mantuviese, aunque el lenguaje que emplea así lo sugiere. La denominaré teoría de la referencia-similitud, ya que sostiene que la relación que se da entre nuestras representaciones mentales y los objetos externos a los que se refieren es la relación de similitud literal.

La teoría empleó, como las teorías modernas, la idea de representación mental. Esta representación, imagen mental del objeto externo, fue llamada fantasma por Aristóteles. La relación habida entre el fantasma y el objeto externo, en virtud de la cual el primero representa para la mente el segundo, consiste en que (de acuerdo con Aristóteles) el fantasma comparte una forma con el objeto externo. Ya que el fantasma y el objeto externo son similares (comparten la forma), la mente, al tener acceso al fantasma, también accede directamente a la propia forma del objeto[4].

El propio Aristóteles dice que el fantasma no comparte con el objeto, propiedades, como la rojez (es decir, la rojez en nuestras mentes no es la misma propiedad literal que la rojez del objeto), que pueden ser percibidas por un solo sentido, pero sí comparte propiedades como la longitud o la forma que pueden ser percibidas por más de un sentido (que son los sensibles comunes, en oposición a los «sensibles propios»).

En el siglo diecisiete, la teoría de la similitud comenzó a restríngirse aún más de lo que la había restringido Aristóteles. Así, Locke y Descartes sostuvieron que en el caso de una cualidad «secundaria», como cierto color o cierta textura, sería absurdo suponer que la propiedad de la imagen mental es literalmente la misma que la de la cosa física. Locke fue un corpuscularista, es decir, un defensor de la teoría atómica de la materia, y pensaba, cual físico moderno, que la rojez sensorial que ofrece mi imagen de un trozo de tela no responde a una propiedad simple de la tela, sino a una propiedad disposicional o facultad (power), a saber, la facultad de dar lugar a sensaciones de este tipo particular (sensaciones que exhiben «rojo subjetivo», en lenguaje psicofísico). Esta capacidad tiene su consecuente explicación, desconocida en los tiempos de Locke, en la particular microestructura del trozo de tela, que le hace absorber y reflejar selectivamente luces ‘de diferente longitud de onda. (Esta especie de explicación ya fue ofrecida por Newton.) Si afirmamos que tener esa microestructura es «ser rojo» en el caso del trozo de tela, es obvio que cualquiera que sea la naturaleza de mi rojo subjetivo, el evento que tiene lugar en mi mente (o incluso en mi cerebro) cuando tengo una sensación de rojo objetivo no implica que algo sea rojo en mi mente o en mi cerebro. Aquellas propiedades de una cosa física que la convierten en instancia de rojo físico y las propiedades del evento mental que lo convierten en instancia de rojo subjetivo son bastante diferentes. Un trozo de tela roja y una post-imagen roja no son literalmente similares. No comparten una Forma.

Sin embargo, Locke. estaba dispuesto a salvaguardar la teoría de la referencia-similitud para aquellas propiedades (figura, movimiento, posición) a las que su filosofía corpuscularista le llevó a considerar como básicas e irreducibles. (En realidad, algunos exegetas de Locke discuten esto todavía hoy, pero de hecho Locke afirma que hay una similitud entre la idea y el objeto en el caso de las cualidades primarias, y que no la hay entre la idea de rojo o de caliente y la rojez o el calor en el objeto[5]. Y mi lectura de Locke fue la universal, tanto entre sus contemporáneos como en el siglo XVIII.)

 

 

EL TOUR DE POR CE DE BERKELEY

 

Berkeley descubrió una inoportuna consecuencia de la teoría de la referencia-similitud: implica que nada existe excepto las entidades mentales («los espíritus y sus ideas», es decir, las mentes y sus sensaciones). Por lo general no se aprecia que las premisas de las que partió Berkeley —la teoría de la similitud— no eran algo meramente aprendido de Locke (o leído en Locke), sino que constituían la teoría de la referencia aceptada en épocas anteriores y admitida, en realidad, hasta un siglo más tarde; pero ya hemos subrayado cuán venerable fue tal teoría.

El argumento de Berkeley es muy simple. El argumento filosófico usual contra la teoría de la similitud en el caso de las cualidades secundarias (el argumento de la relatividad de la percepción) es correcto, pero vale también en el caso de las cualidades primarias. La longitud, la figura y el movimiento de un objeto se perciben de forma diferente según los diferentes perceptores o según un mismo perceptor en diferentes ocasiones. Preguntar si una mesa tiene la misma longitud que mi imagen de ella o que la imagen que usted tiene de ella es formular un interrogante absurdo. Si la mesa mide un metro, y tengo una visión de ella clara y óptima, ¿tengo una imagen mental de un metro de largo? Formular la pregunta es ver su sin sentido. Las imágenes mentales no tienen longitud física. No pueden compararse con la barra patrón de medida de París. La longitud física y la longitud subjetiva deben ser tan diferentes como la rojez física y la rojez subjetiva.

 

Formulando la conclusión de Berkeley de otro modo, nada puede ser similar a una sensación o imagen salvo otra sensación o imagen. Habida cuenta de esto y dado el supuesto (todavía incuestionado) de que el mecanismo de la referencia es la similitud entre nuestras «ideas» (es decir, nuestras imágenes o «fantasmas») y lo que representan, se desprende inmediatamente que ninguna «idea» (imagen mental) puede representar o referirse a otra cosa que no sea una imagen o una sensación. Sólo podemos concebir, pensar y referirnos a objetos fenoménicos. Y sí usted no puede pensar en algo, no puede pensar que existe. El discurso sobre objetos materiales resulta completamente ininteligible salvo que lo consideremos como una derivación del discurso sobre las regularidades de nuestras sensaciones.

La tendencia, en su propio tiempo y también más tarde, a considerar a Berkeley como un loco perverso que, aunque brillante, rayaba en la calumnia, fue provocada por su inaceptable conclusión de que la materia no existe realmente (excepto como una construcción a partir de nuestras sensaciones) y no por alguna peculiaridad de sus premisas. Pero el hecho de que se pueda derivar una conclusión tan inaceptable a partir de la teoría de la similitud produjo una crisis en la filosofía. Los filósofos que no quisieron seguir a Berkeley en el idealismo subjetivo tuvieron que proponer una descripción diferente de la referencia.

 

 

 

LA TEORIA KANTIANA DEL CONOCIMIENTO Y DE LA VERDAD

 

 

Sugiero que la mejor lectura de Kant consiste en considerarlo como el primer autor que propuso lo que he denominado la perspectiva «internalista» o «realista interna» con respecto a la verdad, pese a que Kant en ningún momento afirme explícitamente que lo esté haciendo.

Para empezar, no hay duda de que Kant consideró inaceptables tanto el idealismo subjetivo de Berkeley (así lo afirma explícitamente) como el realismo causal —el punto de vista que pretende que sólo percibimos directamente sensaciones e inferimos los objetos materiales mediante algún tipo de problemática inferencia. Según Kant, la opinión según la cual es únicamente una hipótesis muy dudosa que hay una mesa delante de mí mientras escribo estas páginas es una provocación escandalosa.

En segundo lugar, creo que Kant observó con claridad cómo operaba el argumento de Berkeley: cómo dependía de la teoría de la referencia-similitud, y cómo la refutación de esta teoría era un requisito para la del argumento de Berkeley. Atribuyo aquí a Kant un punto de vista que Kant no expresa con estas palabras (en realidad, sólo recientemente se llama «referencia» a la relación entre los signos mentales y aquello que representan, si bien tal relación constituye un antiguo problema). Pero veremos que lo que Kant afirmó tuvo precisamente el efecto de desahuciar la teoría de la referencia-similitud.

Permítaseme sugerir un modo de leer a Kant que puede servirnos de ayuda, aunque es sólo una primera aproximación a una interpretación correcta. Consideremos que Kant aceptaba el punto de vista de Berkeley según el cual el argumento de la relatividad de la percepción se aplica tanto a las cualidades llamadas «primarías» como a las secundarias, pero que elaboró una respuesta diferente de la de Berkeley. Recordemos que la respuesta de Berkeley era descartar la distinción entre cualidades primarias y secundarias y recurrir a lo que Locke había denominado cualidades «simples» de la sensación como entidades básicas a las que podemos referirnos. Recordemos que conforme al tratamiento lockeano de las cualidades secundarias, únicamente podemos concebirlas (en tanto que propiedades del objeto físico) como «facultades», como propiedades —de naturaleza no especificada— que permiten que el objeto nos afecte de cierta manera. Decir que algo es rojo, o caliente, o peludo, es decir que es de tal y cual modo en relación a nosotros, y no desde el punto de vista del Ojo de Dios.

Sugiero que (como una primera aproximación) la forma óptima de leer a Kant es como si generalizase a todas las cualidades lo que Locke afirmó con respecto a las cualidades primarias: a las simples, a las primarias y, del mismo modo, a las secundarias (en realidad se distinguen en muy pocos aspectos)[6].

¿Qué se sigue de que todas las propiedades sean secundarias? Se sigue que todo lo que decimos sobre un objeto tiene la forma: éste es tal como nos afecta de tal y cual modo. Nada de lo que afirmamos acerca de un objeto describe el objeto tal como es «en sí mismo», independientemente de su efecto sobre nosotros, sobre seres con nuestra naturaleza racional y con nuestra constitución biológica. Se sigue también que no podemos suponer ningún tipo de similitud («similitude» en el inglés de Locke) entre nuestra idea de un objeto y cualquiera que sea la realidad independiente-de-la-mente responsable de nuestra experiencia del objeto. Nuestras ideas de los objetos no son copias de cosas independientes de la mente.

Así es como Kant describe en gran parte la situación. Kant no duda de que hay alguna realidad independiente de la mente; para él es virtualmente un postulado de la razón. Alude con diversos términos a los elementos de esta realidad independiente de la mente: cosas-en-sí mismas (Ding an sich); objetos nouménicos o noúmena; colectivamente, el mundo nouménico. Pero no podemos formarnos una concepción real de tales cosas nouménicas; la noción de mundo nouménico es más bien un tipo de límite del pensamiento (Grenz-Begríff) que un concepto claro. Esta noción se concibe hoy como un elemento metafísico innecesario en el pensamiento de Kant. (Pero quizá Kant esté en lo cierto, quizá no podamos dejar de pensar que hay, de algún modo, una «base» independiente de la mente para nuestra experiencia, áun cuando las tentativas de hablar de ella nos conduzcan de inmediato al sin sentido.)

Al mismo tiempo, el discurso sobre «objetos empíricos» ordinarios no trata acerca de cosas-en-sí mismas, sino acerca de cosas-para-nosotros.

El punto realmente sutil es que Kant considera que estos argumentos aplican tanto a los objetos externos como a las sensaciones (objetos del sentido interno). Esto puede parecer extraño. ¿Acaso hay algún problema en que una idea se corresponda o no a una sensación? Pero Kant sigue una pista interesante y profunda.

Supongamos que experimento la sensación E, y que la describo afirmando que «E es la sensación de rojo», por .ejemplo. Si «rojo» significa meramente como esto, la afirmación completa únicamente significa «E es como esto» (señalando a E), es decir, E es como E —y al fin y al cabo, no he realizado ningún juicio. Como dijo Wittgenstein, uno se degrada virtualmente a un gruñido. Por otra parte, si «rojo» es un genuino clasificador y estoy afirmando que esta sensación E pertenece a la misma clase que las sensaciones que llamo «rojas» en otras ocasiones, entonces mi juicio va más allá de lo inmediatamente dado, más allá de la pura haecceitas (Thatness), e involucra una referencia implícita a otras sensaciones no experimentadas en el instante presente y una referencia implícita al tiempo (el cual, de acuerdo con Kant, no es algo nouménico, sino más bien una forma en la que ordenamos las «cosas-para-nosotros») [7].

¿Son las sensaciones que experimento en diferentes ocasiones, y que clasifico como sensaciones de rojo, «realmente» (nouménicamente) similares? Es una pregunta que carece de sentido. Si parecen serlo (por ejemplo, si recuerdo las sensaciones precedentes siendo semejantes a ésta, y anticipo que las futuras sensaciones que clasificaré de este modo se asemejarán a su vez a ésta, tal como en este momento la recuerdo) entonces son similares-para-mí.

 

Kant afirma una y otra vez, y de diferentes formas, que los objetos del sentido interno no son trascendentalmente reales (nouménicos) sino «trascendentalmente ideales» (cosas-para-nosotros) y que son directamente cognoscibles en el mismo grado en que pueden serlo los denominados objetos «externos». Las sensaciones a las que llamo «rojas» no pueden compararse directamente con objetos nouménicos en orden a observar si tienen la misma propiedad nouménica en un grado mayor al que los objetos a los que llamo «monedas de oro» pueden compararse directamente con objetos nouménicos en orden a observar si tienen la misma propiedad nouménica.

La razón por la que la afirmación «Todas las propiedades son secundarias» constituye sólo una primera aproximación al punto de vista de Kant es ésta: la afirmación «Todas las propiedades son secundarias» (es decir, todas las propiedades son facultades), sugiere que decir que una silla está hecha de pino, o de cualquier otra cosa, es atribuirle una facultad (la disposición a que a nosotros nos parezca hecha de pino) a un objeto nouménico; decir que la silla es marrón es atribuir una facultad diferente a ese mismo objeto nouménico, y así sucesivamente. Según este punto de vista, habría un único objeto nouménico correspondiente a cada objeto de lo que Kant llama «la representación», es decir, un único objeto nouménico correspondiente a cada cosa-para-nosotros. Pero Kant niega explícitamente esto. Y éste es el punto donde casi afirma que está abandonando la teoría de la verdad-correspondencia.

En realidad, Kant no afirma que está abandonando la teoría de la verdad-correspondencia. Por el contrario, afirma que la verdad es «la correspondencia de un juicio con su objeto». Pero esto es lo que Kant llamó «definición nominal de verdad». En mi opinión, sería un grave error identificarla con lo que el realista metafísico quiere decir con «teoría de la verdad-correspondencia». Para decidir si Kant mantuvo lo que el realista metafísico quiere decir con «teoría de la verdad-correspondencia», hemos de ver si mantuvo una concepción realista acerca de lo que llamó «el objeto» de un juicio empírico.

En opinión de Kant, cualquier juicio acerca de objetos externos o internos (cosas físicas o entidades mentales) afirma que el mundo nouménico, como un todo, es de tal modo que ésta es la descripción que construiría un ser racional (un ser con nuestra naturaleza racional), dada la información de que dispone un ser con nuestros órganos sensoriales (un ser con nuestra naturaleza sensible). En ese sentido, el juicio adscribe una facultad. Pero la facultad se adscribe al mundo nouménico como un todo; no debemos pensar que ya que en nuestra representación hay sillas, caballos y sensaciones, habrá sillas nouménicas, caballos nouménicos y sensaciones nouménicas que les correspondan. No hay una correspondencia uno-a-uno entre las cosas-para- r nosotros y las cosas en sí mismas. Kant no sólo renuncia a la idea de r similitud entre nuestras ideas y las cosas en sí mismas; renuncia incluso a la idea de isomorfismo abstracto. Y esto significa que en su filosofía no hay una teoría de la verdad-correspondencia.

Entonces, ¿qué es un juicio verdadero? Kant cree que tenemos conocimiento objetivo: conocemos leyes de las matemáticas, leyes de la u geometría, leyes de la física y muchos enunciados sobre objetos individuales —objetos empíricos, cosas para nosotros. El uso del término «conocimiento» y el uso del término «objetivo» comporta la afirmación de que a pesar de todo, hay una noción de verdad. Pero si no es la correspondencia con la forma en que las cosas son en sí mismas, ¿qué es la verdad?

La única respuesta que se puede extraer de los escritos de Kant, es, como he dicho, ésta: un fragmento de conocimiento (es decir, un «enunciado verdadero») es un enunciado que aceptaría un ser racional, a partir de una cantidad suficiente de experiencia de la clase que los seres con nuestra naturaleza pueden obtener efectivamente. Ni tenemos acceso ni podemos concebir la «verdad» en cualquier otro sentido. La verdad es bondad última de ajuste.

 

 

LA ALTERNATIVA EMPIRISTA

 

Pese al punto al que ha llegado nuestro argumento, aún sería posible que un filósofo evitase el abandono de la teoría de la verdad-correspondencia y de la teoría de la referencia-similitud restringiéndolas a sensaciones e imágenes. Muchos filósofos continuaron creyendo, incluso después de Kant, que la similitud es el mecanismo por el que somos capaces de referirnos a nuestras propias sensaciones (y, aunque esto fue más discutido, a las de los demás) y que éste es el caso principal de referencia, desde un punto de vista epistemológico.

De cara a observar por qué este recurso no resuelve el problema, recordemos que el núcleo del argumento de Berkeley era su aseveración de que nada puede parecerse a una «idea» excepto otra «idea», es decir, que no puede haber semejanza entre lo mental y lo físico. De acuerdo con Berkeley nuestras ideas pueden parecerse a otras entidades mentales, pero no pueden parecerse a la «materia».

 

Debemos detenernos en esta afirmación y percatamos de que es falsa, y en un aspecto importante. De hecho, cualquier cosa es similar a cualquier otra en infinitamente muchos aspectos. Mi sensación de la máquina de escribir en este instante y la moneda en mi bolsillo son ambas similares en cuanto que algunas de sus propiedades (que la sensación se produzca ahora mismo y que la moneda esté ahora mismo en mi bolsillo) son efectos de mis acciones pretéritas; no estaría teniendo la sensación si no me hubiese sentado a escribir a máquina; y la moneda no estaría en mi bolsillo si no la hubiese metido ahí. Tanto la sensación como la moneda existen ambas en el siglo XX. He descrito en castellano tanto la sensación como la moneda, etc. Sólo la ingenuidad y el tiempo limitan el número de semejanzas que uno puede encontrar entre cualesquiera dos objetos.

«Similitud» puede tener un significado más restringido en un contexto determinado, por supuesto. Pero cuando no especificamos, implícita o explícitamente, la clase de similitud en cuestión, preguntar meramente ¿«Son similares A y B»? es formular una pregunta vacía.

De este simple hecho se sigue ya que la idea de que la similitud es el mecanismo privado de referencia debe conducir a un regreso infinito. Supongamos, haciendo uso de un ejemplo debido a Wittgenstein, que alguien está intentando inventar un «lenguaje privado», un lenguaje que se refiera a sus propias sensaciones, tal como le son directamente dadas. Ese alguien dirige su atención a una sensación X e introduce un signo E con el propósito de aplicarlo exactamente a aquellas entidades que son cualitativamente idénticas a X. En efecto, se propone aplicar E a todas aquellas entidades que son similares a X y sólo a ellas.

 

Si esto es todo lo que pretende y si no especifica con respecto a qué tiene algo que ser similar a X para caer bajo la clasificación E, entonces su propósito es vacío, como ya vimos. Porque cualquier cosa es similar a X en algún respecto particular.

Por otra parte, si especifica tal respecto, y piensa que una sensación es E si y solo si es similar a X con respecto a R, entonces, puesto que es capaz de pensar este pensamiento, puede referirse de antemano a las sensaciones para las que está intentando introducir el término E, y a las propiedades relevantes de esas sensaciones. Pero ¿cómo obtuvo esta capacidad? Si respondemos: «Dirigiendo su atención hacia otras dos sensaciones Z, W y concibiendo el pensamiento de que dos sensaciones son similares con respecto a R si y solo si son similares a Z, W», entonces nos enredamos en un regreso infinito.

La dificultad de la teoría de la referencia-similitud es la misma que la de la teoría de «la cadena causal del tipo apropiado», que mencionamos con anterioridad. Si afirmo meramente «La palabra “caballo” se refiere a los objetos que tienen la propiedad cuya ocurrencia provoca en mí, en ciertas ocasiones, la proferencia “Hay un caballo delante de mí”», entonces la dificultad radica en que hay demasiadas propiedades de esta índole. Por ejemplo, sea A-C («Aparición de Caballo») la propiedad de todas las situaciones perceptivas que provocan la respuesta «Hay un caballo delante de mí» a un hablante competente normal. En este caso, la propiedad A-C está presente cuando afirmo «Hay un caballo delante de mí» (aun cuando esté experimentando una ilusión); pero «caballo» no se refiere a situaciones con esa propiedad, sino más bien a ciertos animales. La presencia de un animal con la propiedad de pertenecer a un género natural particular y la presencia de una situación perceptiva con la propiedad A-C están ambas conectadas con mi proferencia «Hay un caballo delante de mí» mediante cadenas causales. De hecho, la presencia de caballos en la Edad de Piedra está conectada con mi proferencia «Hay un caballo delante de mí» mediante una cadena causal. Y si había demasiadas semejanzas como para que la referencia fuese meramente una cuestión de semejanza, también hay demasiadas cadenas causales como a que la referencia sea meramente una cuestión de cadenas causales.

Por otra parte, si digo «La palabra “caballo” se refiere a aquellos objetos que tienen una propiedad conectada con mi emisión, en ciertas ocasiones, de la proferencia “Hay un caballo delante de mí” mediante una cadena causal del tipo apropiado», entonces tropiezo con la dificultad de que, si soy capaz de especificar cuál es el tipo de cadena causal, debo ser capaz de referirme de antemano a las clases de cosas y propiedades que constituyen ese tipo de cadena causal. Pero   ¿cómo obtuve tal capacidad?

De aquí no se concluye que no existan términos que tengan su lógica adscrita por medio de la teoría de la similitud, ni tampoco que no existan términos que se refieren a cosas que estén conectadas con nosotros por determinados tipos de cadenas causales. La conclusión que ni la similitud ni la conexión causal pueden ser los mecanismos de la referencia únicos o fundamentales.

 

 

WITTGENSTEIN SOBRE «SEGUIR UNA REGLA»

 

Consideremos el ejemplo, que mencioné de pasada, del hombre e trata de especificar el respecto R (conforme al cual las sensaciones deben asemejarse a X si han de clasificarse correctamente como E) diciendo o pensando que las cosas son similares con respecto a R solo en caso de que lo sean precisamente del modo en que son similares Z, W. Este intento fracasa, por supuesto, ya que cualesquiera dos cosas Z, W son similares de más de una manera (de hecho, de un número infinito de maneras). Intentar especificar una relación de semejanza dando un número finito, aunque amplio, de ejemplos, es como tratar de especificar una función en el dominio de los números naturales dando sus primeros 1.000 (o 1.000.000) valores: hay siempre un número infinito de funciones que coinciden con cualquier conjunto finito de valores de una tabla dada, pero que difieren en valores no inscritos en la tabla.

    Esto enlaza con otro punto que Wittgenstein subrayó en las Investigaciones Filosóficas y que se mencionó al final del capítulo 1. Cualesquiera signos susceptibles de introspección o representaciones que yo sea capaz de evocar en conexión con un concepto, no puede especificar ni constituir el contenido del concepto. Wittgenstein subrayó este punto en una famosa sección en la que se ocupa de «seguir una regla» —por ejemplo, la regla «suma 1». Aun cuando dos especies, en dos mundos posibles (enuncio el argumento en una terminología lo más anti-wittgensteiniana), tengan los mismos signos mentales en relación con la fórmula verbal «suma 1» sería posible que sus prácticas difiriesen, y es la práctica la que fija la interpretación: los signos no se autointerpretan, como hemos visto. Aun cuando alguien imaginase la relación «A es el sucesor de (es decir A = B + 1> tal como lo hacemos nosotros, y estuviese de acuerdo con nosotros en un conjunto de casos amplio pero finito (por ejemplo, en que 2 es el sucesor de 1, 3 es el sucesor de 2, ... 999.978 es el sucesor de 999.977),a pesar de todo, podría tener una interpretación discrepante de «sucesor», que sólo se revelará en algunos casos futuros (aun cuando concuerde con nosotros en su «teoría» —es decir, en lo que dice acerca de «sucesor de»— puede tener una interpretación diferente de toda la teoría, como muestra el teorema de Skolem-Lówenheim).
  Esto tiene relevancia inmediata tanto para la filosofía de la matemática como para la filosofía del lenguaje. Ante todo, existe el problema del finitismo: la práctica humana, actual y potencial, sólo es finitamente prolongable. Aun cuando digamos que podemos, no podemos «seguir contando eternamente». Sí existen posibles ampliaciones divergentes de nuestra práctica, entonces también existen interpretaciones divergentes hasta de la secuencia de los números naturales —nuestra práctica, nuestras representaciones mentales, etc., no seleccionan un único modelo estándar de la secuencia de los números naturales. Nos seduce pensar que lo hace porque pasamos con facilidad desde «podríamos seguir contando» hasta «una máquina ideal podría seguir contando» —(o hasta «una mente ideal podría seguir contando»); pero hablar de máquinas (o mentes) ideales es muy diferente a hablar de personas y máquinas efectivas. Hablar de lo que una máquina ideal podría hacer es hablar dentro de la matemática, y así            no puede fijarse la interpretación de la matemática.

Del mismo modo, Wittgenstein sostiene que hablar de «similitud»       y de «la misma sensación» o de «la misma experiencia» es hablar dentro de la teoría psicológica; así no puede fijarse la interpretación de la teoría psicológica. Esta, la interpretación de la terminología y de la teoría psicológica, se fija mediante nuestra práctica efectiva, mediante nuestros estándares usuales de corrección e incorrección.

  En
Ways of Worldmaking[8], Nelson Goodman recalca un punto íntimamente relacionado: es fútil esforzarse en tener una noción de lo que <<realmente son>>los hechos perceptivos, independientemente de cómo los conceptualizamos, de las descripciones que de ellos demos y que nos parezcan correctas. Así, después de hablar de un hallazgo de Kolers, psicólogo que se percató de que un número desproporcionado de físicos o ingenieros son absolutamente incapaces de observar el movimiento aparente, esto es, el «movimiento» producido por luces que lanzan destellos sucesivamente desde posiciones distintas, Goodman comenta (p. 92):

 

Con todo, si un observador nos informa de que ve dos destellos distintos incluso a distancias e intervalos tan cortos que la mayoría de los observadores ve un punto móvil, quizá quiera decir que ve dos destellos así como nosotros podríamos decir que vemos un enjambre pululante de moléculas cuando miramos una silla, o así como podríamos decir que vemos la superficie circular de una mesa aun cuando la observásemos desde un ángulo oblicuo. Ya que un observador puede convertirse en un experto a la hora de distinguir el movimiento aparente del real, podría considerar la apariencia de movimiento como señal de que hay dos destellos, así como nosotros consideramos la apariencia elíptica de la mesa como señal de que es circular: y en ambos casos las señales pueden ser, o llegar a ser, tan transparentes, que veamos a través de ellas los acontecimientos físicos y los objetos. Cuando un observador determina visualmente que lo que está ante él es aquello que reconocemos que está ante él, difícilmente podemos achacarle un error en su percepción visual. ¿Diremos, más bien, que comprende mal la instrucción, la cual es, presumiblemente, que diga lo que ve? Entonces, ¿cómo podemos reconstruir nuestra pregunta de cara a prevenir tal «malcomprensión» sin perjudicar el resultado? Pedirle que no haga uso de experiencias previas y que eluda toda conceptualización es condenarlo al silencio; porque para hablar debe usar palabras.

 

 

 

APREHENSIÓN DE «FORMAS» Y ASOCIACIÓN EMPÍRICA

 

Un platónico o neoplatónico a la antigua usanza habría afrontado este problema de una manera mucho más simple. Tal filósofo habría dicho que cuando prestamos atención a una sensación particular también percibimos un Universal o una Forma, es decir, que la mente tiene la capacidad de aprehender propiedades en sí mismas, y no sólo de prestar atención a instancias de esas propiedades. Tal filósofo diría que es el nominalismo de Wittgenstein y Goodman, su negativa a mantener relaciones con las Formas y con la aprehensión directa de Formas, lo que les hace ver problemática la teoría de la similitud.

Aun cuando postular sin más una misteriosa facultad de «aprender Formas» difícilmente puede ser una solución, podría parecer que disponemos de una facultad análoga. Las propiedades de las cosas toman parte en las explicaciones causales; cuando experimento una sensación y ésta obtiene la respuesta «Esta es la sensación de rojo», mi respuesta está causada, en parte, por el hecho de que la sensación tiene una propiedad. Es cierto que algunos filósofos son tan nominalistas que negarían por completo la existencia de entidades tales como las «propiedades»; pero la propia ciencia no puede vacilar en hablar libremente de propiedades. Cuando el personaje de Wittgenstein (el hombre que quiere inventar su lenguaje privado) señala X y dice «E», ¿no podemos decir que lo que causó la respuesta «E» fue una interacción causal que involucra cierta propiedad, y que esta propiedad (sea cual sea) constituye la similitud relevante que otras sensaciones deben mantener con X para ser clasificadas correctamente como «E»?.

La observación de que es perfecta y científicamente legítimo hablar de propiedades es correcta: pero esto no ayuda a la rehabilitación del platonismo. Interactuamos con propiedades sólo mediante la interacción con sus instancias; y estas instancias son siempre instancias de muchas propiedades al mismo tiempo. No hay tal cosa como una interacción precisa con una propiedad «en sí misma». El discurso sobre propiedades causalmente asociadas con una sensación no puede realizar la labor que la idea de Forma (única) de la sensación realizaba en la filosofía platónica.

Detallando: cuando experimento la sensación de azul experimento además de una sensación de azul una sensación con la compleja  propiedad de ser de tal suerte que debo clasificarla en ese caso bajo esa particular etiqueta. Atendiendo meramente a esta sensación no aprehendemos una de estas propiedades. Discernir la propiedad asociada con mi sensación o con la etiqueta verbal precisamente en uno  de estos modos conduce a nuestro viejo amigo, el problema de la cadena causal del tipo apropiado.

Para comprenderlo, observemos en primer lugar que cuando mi experiencia perceptiva total provoca la respuesta «Estoy experimentando la sensación de azul», no siempre estoy en lo cierto. Yo mismo  he tenido la experiencia de referirme dos o tres veces a «el hombre  del suéter azul», antes de que alguien me indicase que el suéter era  verde. No quiero decir que el suéter pareciera azul; en cuanto la otra  persona habló, me di cuenta de que estaba describiendo erróneamente el suéter. (No tengo a menudo la ocasión de decir «Estoy experimentando la sensación de azul», pero en caso de haberla tenido, lo habría dicho dos o tres veces antes de que alguien —preguntándose  por qué tengo la sensación de azul cuando estoy mirando algo que es obviamente verde— me expresase sus dudas, con lo cual me retractaría de mi informe fenoménico previo.) Solamente esto muestra ya que la propiedad de provocar el informe «Estoy experimentando la  sensación de azul» no es la misma que la propiedad de ser una sensación de azul o una sensación de la cualidad relevante que se nos antoje. Con frecuencia los filósofos denominan a este caso «lapsus linguae». Me parece una terminología desafortunada. La palabra «verde» podría haber estado en mis labios y podría haberme sorprendido diciendo «azul», decepcionantemente. Esto sí habría sido un lapsus linguae. Pero en el caso que describí anteriormente, ni siquiera reparé en que mi descripción era errónea hasta que alguien puso en duda mi informe (si no lo hubiera hecho, quizá nunca me hubiera dado cuenta). Otra explicación que se sugiere es que cuando dije «azul» quise decir verde. Pero ya deberíamos tener claro que cuando decimos cosas no damos vueltas en torno a los «significados» de las cosas, como si nuestra mente contuviese significados. Afirmar que quise decir «verde» es tan sólo decir que acepté instantáneamente la corrección (y que me extrañé al darme cuenta de lo que había dicho). Esto es sólo repetir lo que sucedió y no explicarlo.

 

Sea cual sea la explicación (quizá algún desliz en la unidad de procesamiento verbal de mi cerebro), lo importante es que, así como la propiedad A-C, descrita pocas páginas atrás, provocará el informe «Hay un caballo delante de mí» aun cuando en el entorno no haya presente ningún caballo, del mismo modo, hay una compleja propiedad de mi aparato mental, que provocará «Estoy experimentando la sensación de azul» aun cuando no la esté experimentando (o, de cualquier modo, aun cuando lo niegue si se me pregunta). Ningún mecanismo de asociación empírica es perfecto. Si decidimos estipular que estoy experimentando la sensación de azul cuando experimento una sensación que provoca aquel informe (o que lo provoca siempre que éste no me parezca «erróneo» al reexaminarlo), entonces, según la teoría psicológica popular —y a lo mejor también según la científica— podría haber ocasiones en las que, de acuerdo con este criterio, será verdadero que estoy experimentando la sensación de azul pese a que, debido a diversas razones, la sensación no tenga la cualidad de azul. Por otra parte, tal como expuso Wittgenstein, según este criterio, cualquier cosa que me parezca correcta pasa a ser correcta —es decir, se habrá abandonado la distinción entre elaborar un informe de mi sensación realmente correcto y elaborar un informe de mi sensación que me parezca correcto. Quizá debiéramos abandonarla, o al menos atenuarla; quizá —como Goodman parece sugerir— no tenga sentido que uno se pregunte si está realmente experimentando el tipo de sensación que piensa estar experimentando, salvo casos especiales —como el caso en el que uno se retractaría de su informe si alguien le expresase sus dudas; pero un realista metafísico no puede jugar la baza de abandonar esta distinción, ya que lo que caracteriza la postura del realismo metafísico es la tajante distinción entre lo que realmente es y lo que uno juzga que es.

 

 

¿SE PUEDE ESTAR SIEMPRE EQUIVOCADO CON RESPECTO A LA CUALIDAD DE LAS SENSACIONES QUE SE TUVIERON EN EL PASADO?

 

Otra manera de sacar a relucir en qué andamos metidos es examinar la pregunta « ¿Se puede estar siempre equivocado con respecto a la cualidad de las sensaciones que se tuvieron en el pasado?». Según la teoría de la similitud, la respuesta es claramente «sí», porque de acuerdo con esta teoría, mis sensaciones previas o bien son o bien no son similares a las sensaciones que ahora describo mediante diversas etiquetas verbales, como «sensación de rojo», «dolor», etc., y silo son o no es una cuestión completamente distinta de si las clasifiqué entonces bajo esas mismas etiquetas verbales. A lo mejor el mundo es de tal forma que lo que llamamos «sensación de rojo» en un minuto par a partir del comienzo de la era cristiana es cualitativamente similar a la que llamamos «sensación de verde» en un minuto impar, pero nuestra memoria siempre nos engaña, de tal manera que nunca lo notamos. La sensación que clasifiqué bajo la etiqueta verbal «sensación de rojo» hace un minuto no sería similar a la sensación que ahora clasifico bajo la misma etiqueta.

      
  Sin embargo, hay algo extraño en esta pretendida posibilidad. En primer lugar, el sentido en el cual «nunca lo notaría» está muy acentuado: si considero que mis sensaciones de rojo son un signo fiable de las diversas ocurrencias físicas correlacionadas, tales como el fuego, la señal de «stop», etc., entonces tendré éxito en todas mis acciones. La clase «errónea» de similitud (la clase que amontona juntas las sensaciones a las que llamo rojas, a pesar de que en realidad no     tienen todas la misma «cualidad») sería aquella de la que hice mejor uso en relación con mis actividades de resolución de problemas. Pero entonces ¿es realmente la clase errónea de similitud?.

Si no suponemos que la noción de similitud se autointerpreta, este caso podría redescribirse como un caso en el que la relación que el observador externo —que nos está hablando del caso— llama «similitud» simplemente difiere de la relación que nosotros llamamos «similitud». Si adoptamos este punto de vista, fracasará la hipótesis de que estemos realmente equivocados con respecto a nuestras sensaciones pasadas: desde un punto de vista internalista no existe ninguna      noción inteligible de similitud de sensaciones en diferentes tiempos, aparte de nuestros estándares de aceptabilidad racional.

 

 

OTRA VEZ LA TEORÍA DE LA VERDAD-CORRESPONDENCIA  

                                                                                                            
  El lector puede haberse convencido ya de que la teoría de la referencia-similitud está definitivamente muerta. Pero ¿por qué hemos de concluir que debe abandonarse la teoría de la verdad-correspondencia? Aun cuando la noción de «similitud» entre nuestros conceptos y sus referentes no solucione el problema, ¿no podría haber algún tipo de isomorfismo abstracto, o sin ser literalmente isomorfismo, algún tipo de proyección de conceptos sobre cosas en el mundo (independiente de la mente)? ¿No podría definirse la verdad en términos de tal isomorfismo o «proyección»?

 

Esta sugerencia tropieza con la dificultad, no de que no existan correspondencias entre palabras o conceptos y otras entidades, sino de que existen demasiadas correspondencias. Para seleccionar exactamente una correspondencia entre las palabras o los signos mentales y las cosas independientes de la mente, deberíamos tener de antemano acceso referencial a las cosas independientes de la mente. No podemos seleccionar una correspondencia entre dos cosas tomando como fulcro a una de ellas (o haciendo cualquier otra cosa sólo a una de ellas); usted no puede seleccionar una correspondencia entre conceptos y los supuestos objetos nouménicos sin tener acceso a estos últimos.

 

Una vía para entender esto es la que sigue. Las teorías incompatibles pueden ser efectivamente intertraducibles en algunas ocasiones. Por ejemplo, si la física newtoniana fuese verdadera, entonces cada evento físico determinado podría describirse de dos formas: en términos de partículas actuando a distancia, a través de un espacio vacío (así es como Newton describió la acción gravitatoria), o en términos de partículas que actúan sobre campos, que a su vez actúan sobre otros campos (o sobre otras partes del mismo campo), los cuales, finalmente actúan «localmente» sobre otras partículas. Por ejemplo, las ecuaciones de Maxwell, que describen la conducta del campo electromagnético, son matemáticamente equivalentes a una teoría que contenga solo fuerzas de acción-a-distancia entre partículas, atrayéndose y repeliéndose de acuerdo con la ley de la proporción inversa de los cuadrados, desplazándose no instantáneamente, sino más bien a la velocidad de la luz («potenciales retardados»). La teoría del campo de Maxwell y la teoría de los potenciales retardados son incompatibles desde un punto de vista metafísico, ya que o bien hay o bien no hay agentes causales (los «campos») que medien la acción de partículas separadas entre sí (diría un realista). Pero las dos teorías son matemáticamente intertraducibles. Así que, si hay una «correspondencia» hacia cosas nouménicas que haga verdadera a una de estas teorías, entonces se puede definir otra correspondencia que haga lo propio con la otra. Sí se considera que todo lo que hace verdadera a una teoría es una correspondencia abstracta (no importa cuál), entonces las teorías incompatibles pueden ser verdaderas.

Para un internalista, esto no es objetable: ¿por qué no han de existir a veces esquemas conceptuales igualmente coherentes, pero incompatibles, que se ajusten igualmente bien con nuestras creencias experienciales? Si la verdad no es una (única) correspondencia, entonces se abre la posibilidad de cierto pluralismo. Pero la motivación del realista metafísico es salvar la noción del Punto de Vista del Ojo de Dios, esto es, La Teoría Verdadera.

 

No sólo puede existir una correspondencia entre objetos y (lo que nosotros consideramos) teorías incompatibles (es decir, los mismos objetos pueden ser lo que los lógicos llaman «un modelo» para teorías incompatibles), sino que aun cuando fijemos la teoría y los objetos, hay una cantidad infinita (si el número de objetos es infinito) de formas diferentes en las que pueden usarse los mismos objetos para construir un modelo para una teoría dada. Esto es simplemente enunciar en lenguaje matemático el hecho intuitivo de que para seleccionar una correspondencia entre dos dominios necesitamos tener acceso independiente a ambos dominios.

Nos encontramos ante el óbito de una teoría que resistió alrededor de dos siglos. El que persistiera tanto y de tantas formas, a pesar de sus obscuridades y contradicciones internas, presentes desde un principio, da fe de la naturalidad y de la fuerza del deseo del punto de vista del Ojo Divino. Kant, que fue el primero en enseñarnos la satisfacibilidad de tal deseo, pensó que, no obstante, formaba parte de nuestra propia naturaleza racional (sugirió sublimar este «impulso totalizador» en el proyecto de realizar el mayor bien en el mundo, reconciliando los órdenes moral y empírico en un sistema de instituciones sociales y relaciones individuales perfeccionado). La continua presencia de este impulso natural pero insatisfacible quizá sea el motivo de fondo de los falsos monismos y dualismos que proliferan en nuestra cultura; sea como sea, nos hemos quedado sin el punto de vista del Ojo Divino.                                                         

 

 

 

 

4. MENTE Y CUERPO.

 

PARALELISMO, INTERACCIONISMO E IDENTIDAD.

 

En el siglo diecisiete, grandes filósofos como Descartes, Spinoza y Leibniz advirtieron que la relación entre la mente y el cuerpo material constituía un serio problema. No hay duda de que, en cierta medida, ya lo había sido para Platón y para todos los filósofos que vinieron después, pero con el nacimiento de la nueva física esa relación se convirtió en algo mucho más problemático. Los hombres del siglo diecisiete se convencieron de que el mundo físico estaba causalmente cerrado. La mejor forma de expresar la clausura causal del mundo es con los términos de la física newtoniana: ningún cuerpo se mueve excepto como resultado de la acción de alguna fuerza. Las fuerzas pueden describirse exhaustivamente mediante números: tres números son suficientes para determinar la dirección de cualquier fuerza, y un número basta para describir su magnitud. La aceleración producida por una fuerza tiene exactamente la misma dirección que esa fuerza; además, la magnitud de la aceleración puede deducirse de la masa del cuerpo y de la magnitud de la fuerza, de acuerdo con la primera ley de Newton F = m x a. Cuando sobre un cuerpo actúa más de una fuerza, la fuerza resultante puede calcularse mediante la ley del paralelogramo.

Es importante reconocer lo lejos que se encuentra esta física del pensamiento esencialmente cualitativo de la Edad Media, principalmente en el énfasis que pone en los números y en la precisión de los algoritmos de cómputo. En el pensamiento medieval, (casi) cualquier cosa podía ejercer influencia sobre cualquier otra. (Nuestra palabra «influencia» es un vestigio del modo de pensar del medioevo. Las fuerzas del mal se concebían como malignos espíritus que ejercían una influencia —questa influenza, en italiano— sobre el aire, el cual influía a su vez sobre los que padecían una enfermedad.) Teniendo en cuenta estos supuestos, no es tan sorprendente que la mente pudiera ejercer «influencia» sobre el cuerpo.

En el tiempo de los filósofos mencionados, el modo matemático de pensar comenzaba a ver la luz y a arrinconar al pensamiento medieval. Pese a que no se desarrolló completamente hasta Newton, Descartes ya usó el paralelogramo de fuerzas en determinados casos; y Leonardo da Vinci también lo usó, aunque en casos todavía más sencillos. Estos pensadores observaron que podía hacerse física de una manera que se parece bastante a la actual. Observaron que la física trata de la fuerza y del movimiento, y, en consecuencia, rechazaron el estilo cualitativo de explicación. Mejor dicho, se convencieron de que el mundo mecánico poseía una lógica propia, o un «programa», como nosotros diríamos, y que seguía el programa salvo que algo lo alterase.

A estos pensadores les parecía que con los eventos mentales podían ocurrir una de estas dos cosas: (1) Podían ser paralelos a los eventos físicos, por ejemplo, a eventos que acaecen en el cerebro. El modelo es un par de relojes sincronizados: el cuerpo es un reloj al que se le ha dado cuerda y que funciona, feliz o infelizmente, hasta su muerte; del mismo modo, el mundo físico funciona feliz o infelizmente desde la creación hasta el Juicio Final (o hasta el colapso gravitatorio, según la versión más moderna). También los eventos mentales ocurren, feliz o infelizmente y, de algún modo, quizá gracias a la providencia divina, se ha dispuesto que ese evento mental B ocurra siempre y cuando esté ocurriendo la sensación S. (2) Podían interactuar con los eventos físicos. Los eventos mentales podrían estar causando los eventos cerebrales, y viceversa.

La más célebre formulación cartesiana del punto de vista interaccionista, la sugerencia de que la mente puede influir en la materia cuando la materia es sumamente etérea (de hecho empuja a la materia en la glándula pineal) no era una especulación tan disparatada como parece, sino más bien un residuo de un conjunto de doctrinas medievales[9]. El pensamiento medieval consideraba que la mente actuaba sobre el «espíritu», el cual actuaba a su vez sobre la «materia»; pero el espíritu no se concebía como algo totalmente inmaterial. El «espíritu» era precisamente el tipo de sustancia intermedia que los filósofos medievales se inclinaron a postular, inducidos por su tendencia a introducir entes intermedios entre cualesquiera dos términos adyacentes en la serie de géneros del ser. El espíritu se concebía como un gas con muy poca presión. Tan pronto como se niega la competencia explicativa del «espíritu» y se concibe a la mente como algo totalmente inmaterial empieza a resultar extraño que ésta pueda empujar a la materia, ni siquiera en la glándula pineal, donde se supone que la materia es sumamente etérea.

La versión más ingenua de la perspectiva interaccionista concibe a la mente como una especie de fantasma, capaz de habitar diferentes cuerpos (pero sin cambiar su forma de pensar, sentir, recordar, y de manifestar una personalidad, a juzgar por el torrente de libros populares sobre la reencarnación y sobre el «recuerdo de vidas previas») e incluso capaz de existir sin un cuerpo (y de continuar pensando, sintiendo, recordando y manifestando su personalidad). Esta versión, que equivale a poco más que a un relato supersticioso, es vulnerable a la objeción de que existe enorme evidencia (ya conocida en el siglo diecisiete) de que las funciones del pensamiento, sentimiento y memoria tienen que ver con el cerebro de una forma esencial. En realidad, esta versión no explica porqué tenemos cerebros tan complejos, si todo lo que se necesita es un pequeño «volante», que incluso puede ser de menor tamaño que el cerebro humano.

Para eludir estas objeciones científicas, filósofos interaccionistas tan sofisticados como Descartes sostuvieron que la mente y el cerebro constituían una unidad esencial. De algún modo, es la unidad mente-cerebro la que piensa, siente, recuerda y manifiesta una personalidad. Esto quiere decir que por lo general llamamos «mente» a algo que no es sólo la mente, sino que es más bien la unidad mente-cerebro. No obstante, no está claro lo que esta doctrina significa, lo que significa decir que algo puede constar de dos sustancias tan distintas como se supone que son la mente y el cerebro y aún así ser una esencial unidad.

La alternativa paralelista también resulta bastante extraña. ¿Qué es lo que hace que el evento mental acompañe al cerebral? Spinoza, un osado filósofo del siglo diecisiete, sugirió que los eventos mentales son en realidad idénticos a los eventos cerebrales y a otros eventos físicos. La sugerencia, en su formulación contemporánea, afirma que el que yo sienta dolor en una ocasión determinada puede constituir el mismo evento que el que mi cerebro se halle en algún estado B en esa ocasión. (También expondré esta concepción afirmando que las propiedades de sentir un dolor particular y de hallarse en el estado cerebral B son idénticas. Prefiero «expresarlo» así, puesto que considero que disponemos de una teoría lógica de propiedades en mayor medida que de una de eventos, aunque creo que ambos modos de expresión son correctos). La idea, en esta terminología, es que la persona tiene una propiedad, estar experimentando la sensación Q, que puede ser la misma propiedad que la propiedad de hallarse en el estado cerebral B. Bajo esta formulación, presentada ya por Diderot en el siglo dieciocho, la propuesta se convirtió en la «corriente en boga» en los años cuarenta y’ cincuenta de este siglo. El materialismo y la teoría de la identidad se tomaban en serio por primera vez, hasta el punto de que comenzó a fomentarse la idea de que una concepción parecida a la de Spinoza (o la concepción de Spinoza menos sus elaborados embellecimientos teológicos y metafísicos) era correcta: tratamos en realidad con un mundo, y el hecho de que sólo cuando hemos logrado desarrollar una cantidad considerable de ciencia hemos llegado a saber que los estados de sentir dolor, oír sonidos y experimentar sensaciones visuales, etc., son en realidad estados cerebrales, no significa que no puedan serlo.

  

Fueron varios los autores que propusieron la primera formulación contemporánea de esta teoría de la identidad, siendo uno de los más conocidos el filósofo australiano J. J. C. Smart. En un principio se sugirió que una sensación, por ejemplo, la sensación particular de azul, es idéntica a cierto estado neurofisiológico. Creo que fui yo quien sugerí por primera vez el punto de vista denominado funcionalismo[10], que es una variante de la anterior afirmación. Esta concepción admite la existencia de una identidad en el lugar señalado, pero niega que en el otro término de la identidad figure el tipo de propiedad que Smart señala. De acuerdo con el funcionalista, el cerebro tiene propiedades que, hasta cierto punto, son no-físicas.

Ahora bien, ¿qué quiero decir al afirmar que el cerebro tiene propiedades no-físicas? Quiero decir que posee propiedades que son definibles en términos que no aluden a la física o a la química cerebral. Si nos parece extraño que un sistema físico tenga propiedades que no son físicas, prestemos atención a un ordenador. Un ordenador tiene muchas propiedades físicas. Tiene cierto peso, por ejemplo; tiene también cierto número de circuitos o chips, o cualquier otra cosa. Tiene propiedades económicas, tales como tener cierto precio; y propiedades funcionales, tales como tener cierto programa. Pues bien, este último tipo de propiedad es no-física, en el sentido de que puede ser llevada a cabo por un sistema, no importa cuál pueda ser su composición metafísica u ontológica, si es que la tiene. Un espíritu incorpóreo podría presentar cierto programa, un cerebro podría presentar cierto programa, una máquina podría presentar cierto programa, pero la organización funcional de los tres (el espíritu incorpóreo, el cerebro y la máquina) podría ser exactamente la misma aun cuando su materia, su sustancia, fuese completamente diferente.

Las propiedades psicológicas presentan la misma característica; la misma propiedad psicológica (por ejemplo, estar iracundo) puede ser una propiedad perteneciente a miembros de miles de especies diferentes, que pueden poseer una composición física o química completamente distinta (algunas especies podrían ser extraterrestres; y quizá los robots muestren ira algún día). La sugerencia del funcionalista es que la teoría «monista» más plausible que se puede defender en el siglo xx, la teoría que evita tratar a la mente y a la materia como dos tipos separados de sustancias o como dos reinos separados de propiedades, es la que identifica propiedades psicológicas y propiedades funcionales.

 

Todavía hoy me inclino a pensar que esa teoría es correcta; o al menos que constituye una descripción naturalista correcta de la relación mente-cuerpo. Las descripciones «mentalistas» de esta relación también son correctas, aunque no son reducibles a la imagen del mundo que llamamos «Naturaleza» (en realidad, las nociones de «racionalidad», «verdad» y «referencia» pertenecen a esta versión mentalista). Más adelante diré algo sobre estas últimas (capítulo 6). Este hecho no me desanima: como ha puesto de relieve Nelson Goodman, uno de los atractivos del no-realismo es que permite la posibilidad de versiones correctas del mundo alternativas. A pesar de todo, me atrae la idea de que una de las versiones correctas del mundo es la naturalista, en la que las formas-de-pensamiento, imágenes, sensaciones, etc. són acontecimientos físicos funcionalmente caracterizados; lo que deseo discutir aquí es una dificultad de la teoría fúncionalista, que se me planteó hace ya algunos años: la teoría funcionalista halla dificultades con el carácter cualitativo de las sensaciones. Cuando se piensa en estados psicológicos puros y relativamente abstractos, por ejemplo, en lo que he denominado creencias «puestas entre paréntesis», esto es, un pensamiento considerado sólo en su contenido «nocional», o en estados emocionales tan difusos como estar celoso o iracundo, su identificación con estados funcionales de todo el sistema parece sumamente plausible; pero cuando se piensa en experimentar una cualidad dada, por ejemplo, experimentar una tonalidad particular de azul, la identificación ya no es plausible.

 

Durante muchos años he utilizado en mis clases una variante del famoso ejemplo del «espectro invertido». El ejemplo del espectro invertido (que aparece en los escritos de Locke[11]), atañe a un tipo que ve las cosas de tal modo que el azul le parece rojo y el rojo azul (o de tal modo que sus colores subjetivos parecen estar en negativo y no en positivo). La primera reacción al oír un caso así podría ser la siguiente: «Pobre tipo, .es digno de lástima». Pero ¿cómo podría saberlo algún otro? Cuando ve algo azul le parece rojo, pero desde la infancia se le ha enseñado a llamar «azul» a ese color, de modo que si se le pregunta cuál es el color del objeto, contestaría que azul. De forma que nadie lo sabría nunca.

Mi variación del ejemplo fue la siguiente: imagine usted que su espectro se invierte en un momento particular de su vida, pero que recuerda cómo era antes de que eso ocurriera. La «verificación» no plantea ningún problema epistemológico. Usted se levanta una mañana y el cielo le parece de color rojo, y su jersey rojo parece haberse vuelto azul, además de que todas las caras tienen un color espantoso, como en negativo: « ¡Por Dios! ». Ahora bien, a lo mejor puede aprender a variar su forma de hablar, llamando «azules» a las cosas que le parecen rojas, y quizá podría adquirir la pericia suficiente para ofrecer la respuesta «normal» cuando alguien le preguntase cuál es el color de su jersey. Pero permítanos imaginar su lamento nocturno: « ¡Oh, ojalá vuelva a ver los colores como los veía cuando era niño! Ya no los veo como solía verlos».

Da la impresión de que en este caso uno puede saber lo que debe haber sucedido. Se deben haber cruzado algunos «cables» en el cerebro. Los inputs de luz azul que solían dirigirse hacia un mecanismo cerebral se dirigen ahora hacia otro, llegando al primero los inputs de luz roja. En otras palabras, algo ha trastocado de forma súbita las materializaciones, esto es, los estados físicos. El estado físico que en un principio desempeñaba el rol funcional de señalar la presencia de azul «objetivo» en el entorno, señala ahora la presencia de rojo «objetivo» en éste.

Supongamos ahora que adoptamos la siguiente teoría «funciona-lista» con respecto al color subjetivo: «una sensación es la sensación de azul (es decir, tienen el carácter cualitativo que describo de esa forma en este momento) sólo en el caso de que la sensación (o el correspondiente acontecimiento físico en el cerebro) desempeñe el papel de señalar la presencia de azul objetivo en el entorno». Aunque esta teoría capta un sentido de la locución «sensación de azul», no es éste el sentido «cualitativo» deseado. Si el rol funcional fuese idéntico al carácter cualitativo entonces no podría afirmarse que la cualidad de la sensación ha sufrido un cambio. (Si esto no queda del todo claro, imaginemos que una vez ocurrida la inversión del espectro, y después de haber aprendido a compensarla lingüísticamente, usted experimenta un ataque de amnesia que le borra por completo de la memoria cómo solía ver los colores. En este caso, podría parecer que la sensación a la que usted llama ahora «sensación de azul» desempeña casi el mismo rol funcional que la sensación que usted solía llamar «sensación de azul», a pesar de que tiene un carácter distinto.) Mas la cualidad ha cambiado. En este caso, la cualidad no parece ser un estado funcional.

Si estos casos son realmente posibles, me parece que la baza más plausible que puede jugar un funcionalista es decir: «Sí, pero el “carácter cualitativo” es precisamente la materialización física» y a continuación afirmar que para este tipo especial de propiedad psicológica, para las cualidades, la formulación correcta de la teoría de la identidad es la más antigua. Si el lector(a) tiene inclinaciones honestamente materialistas, probablemente piense que la propiedad de tener una sensación es una propiedad del cerebro. Los lectores que no las tengan, probablemente piensen que esa propiedad está correlacionada con un estado del cerebro. Y, probablemente, la mayoría de las personas sostienen una de estas dos opiniones: la que afirma que los estados sensoriales están correlacionados con estados del cerebro o la que afirma que los estados sensoriales son idénticos a los estados del cerebro. Como sucede bastante a menudo, el debate cobra esta forma una y otra vez. He aquí como discurre habitualmente la discusión: dado que B está correlacionado con Q, ¿es B efectivamente idéntico a Q? Sabemos que este estado sensorial corre paralelo a este estado del cerebro:

¿es el primero idéntico al segundo o no lo es? A medida que la discusión va discurriendo por estos derroteros, el concepto de correlación va pareciendo menos problemático. La correlación no es una cuestión (muy) debatida, pues todo el mundo sabe que hay al menos una correlación. La identidad sí que se discute, porque es ahí donde radíca el problema, claro está. Frente a esto, voy a intentar demostrar que hasta la correlación es problemática, y no en el sentido de que exista evidencia a favor de la no-correlación, sino en el sentido epistemológico de que aunque exista una correlación, nunca podemos averiguar cuál es ésta. El problema no radicará en asumir el materialismo, sino en el hecho de que creamos que hay al menos una correlación.

 

 

LA TEORIA DE LA IDENTIDAD Y EL A PRIORI

 

Fue el cambio de clima epistemológico el que hizo posible el resurgimiento del interés hacia la teoría de la identidad y hacía otras teorías «monistas»; y aunque este resurgimiento no se dio en un principio (esto es, no se dio ni con Smart ni con los anteriores teóricos de la identidad), empezó a notarse en los comienzos de la década de los 60. La teoría de la identidad no se tomó en serio antes de esta década porque los filósofos «estaban seguros» de que era falsa, y estaban convencidos de que sabían que era falsa a priori, no sobre la base de la evidencia empírica (¿qué tipo de evidencia empírica podría mostrar que un estado sensorial no puede ser un estado cerebral?). Basta pensar sobre ello para comprender a priori que no tiene sentido decir que un estado sensorial es un estado cerebral, del mismo modo que no lo tiene decir que el número tres es azul. Anteriormente a 1950 ó1960, muchas personas estaban convencidas de que sabían, sin más, que los estados sensoriales no podían ser estados físicos. Otras estaban convencidas de que sabían que las primeras estaban equivocadas. Sin embargo, era imposible proporcionar argumento alguno. La mayoría diría: «Mire usted, no podemos probarle que es imposible que un estado sensorial sea un estado neurofisiológico, ni que cada número tiene un sucesor, ni que el número tres no es azul, pero esto son cosas que sabemos sin más, son verdades de razón. Sabemos que es un sinsentido o una imposibilidad que un estado sensorial sea un estado neurofisiológico con tanta claridad como sabemos cualquier otra cosa». La mayoría estaba convencida de que los estados sensoriales no podían ser estados cerebrales, y una minoría estaba convencida de que la mayoría estaba equivocada. Cada parte sabía a priori que la otra estaba en un error. Ante este colapso en el debate no había ninguna posibilidad realmente significativa de jugar una baza o de ofrecer un argumento.

En 1951, W.V. Quine publicó un artículo con el título «Dos dogmas del empirismo»[12]. La confianza filosófica en la noción de verdad «a priori» ha sufrido una erosión ininterrumpida desde ese momento. Quine señaló que muchas cosas que creíamos saber a priori han tenido que ser revisadas. Por ejemplo, supongamos que alguien le hubiese sugerido a Euclides que pueden haber dos líneas rectas perpendiculares a una tercera, pero que se cruzan. Euclides habría replicado que la imposibilidad de que esto suceda es una verdad necesaria. Pero de acuerdo con la teoría física que aceptamos hoy, esto sucede. Si la luz que pasa cerca del sol se comporta tal y como lo hace, no es porque viaje en líneas curvas, sino porque la luz sigue viajando en líneas rectas y éstas se comportan de ese modo en nuestro mundo no-euclidiano.

Una vez aceptado este punto, algún filósofo estaba obligado a preguntar « ¿Qué queda de la noción de a priori? », y Quine lo hizo. (Quine también mostró de forma convincente que las descripciones empiristas típicas de la noción de a priori —por ejemplo, la noción de «verdad por convención»— eran incoherentes, mas no examinaré sus argumentos.)

Creo que Quine se excede en algunos puntos. Su afirmación «Ningún enunciado es inmune a la revisión», sugiere que para cada enunciado existen circunstancias bajo las cuales su rechazo sería racional. Pero no cabe duda de que esto es falso: después de todo, ¿bajo qué circunstancias sería racional rechazar el enunciado «No todos los enunciados son verdaderos», es decir, aceptar el enunciado «Todos los enunciados son verdaderos»?[13] .

Aunque Quine exagera las acusaciones contra la noción de a priori, tiene razón en un punto: nuestras nociones de racionalidad y de revisabilidad racional no se fijan mediante algún manual de reglas inmutable, ni están inscritas en nuestra naturaleza trascendental (como Kant pensaba) por la excelente razón de que la propia idea de una naturaleza trascendental, una naturaleza que poseemos nouménicamente —sin tener en cuenta aquellos sistemas en los que podemos concebirnos histórica o biológicamente— carece de sentido. Y puesto que nuestras nociones de racionalidad y revisabilidad racional son producto del conjunto de nuestra muy limitada experiencia y de nuestra muy falible constitución biológica, es de esperar que hasta los principios que consideramos como «a priori» o «conceptuales», o como se nos antoje, resulten necesitar de vez en cuando una revisión, a la luz dé experiencias inesperadas o de innovaciones teóricas no-anticipadas. Con todo, esta revisión no puede ser ilimitada: de otro modo se disiparía el concepto de lo que podríamos llamar racionalidad; pero, por lo general, no está a nuestro alcance establecer límites. Dejando aparte los casos triviales (por ejemplo, «No todo enunciado es verdadero») no podemos estar seguros de que en ningún contexto sería racional desechar un enunciado que se considera como una verdad necesaria (y de modo legítimo, en un contexto determinado). Hemos de admitir que, en general, las consideraciones de simplicidad, de utilidad global y de plausibilidad pueden llevarnos a renunciar a algo que anteriormente tomábamos por un a priori, y que hacer esto es razonable. La filosofía se ha convertido en anti-apriorística. Pero una vez hemos reconocido que la mayor parte de las verdades que considerábamos como verdades a priori tienen un carácter contextual y relativo, hemos renunciado también al único buen argumento que existía en contra de la identidad mente-cuerpo. Los teóricos de la identidad estaban obligados a poner de manifiesto este punto, y obraron en consecuencia. Así que la situación cambió.

He estado haciendo uso de la noción de propiedad, aunque creo que hemos llegado a confundir al menos dos nociones de «propiedad»[14]. En relación con la noción más antigua solía emplearse el término «predicado» (por ejemplo, en la célebre pregunta << ¿Es la existencia un predicado?»). La otra noción es la que usamos hoy al hablar de «propiedades físicas», «magnitudes fundamentales», etc. Cuando un filósofo tiene en mente la primera, considera frecuentemente .que el discurso acerca de propiedades es intercambiable con el discurso acerca de conceptos. Según este filósofo, las propiedades no pueden ser idénticas a menos que constituya una verdad conceptual el que lo sean; en particular, la propiedad de experimentar una sensación con cierto carácter cualitativo no puede ser la misma propiedad que la de hallarse en cierto estado cerebral, ya que los correspondientes predicados no son sinónimos (en el amplio sentido de «analíticamente equivalentes»), y el principio de individuación para predicados consiste precisamente en que ser P es uno y el mismo predicado que ser Q si y solo si «es P» es sinónimo de «es Q».

No obstante, consideremos la situación que se crea cuando un científico afirma que la temperatura es energía cinético-molecular media. A primera vista, este enunciado identifica propiedades. Lo que se afirma es que la propiedad de tener una temperatura particular es realmente (en algún sentido de «realmente») la misma propiedad que tener cierta energía molecular, o (de forma más general) que la magnitud física temperatura y la magnitud física energía cinético-molecular media son una y la misma propiedad. Si esto último es correcto, entonces, ya que «X tiene tal y tal temperatura» y «X tiene tal y cual energía cinético-molecular media» no son oraciones sinónimas, aun cuando «tal y cual» sea el valor de la energía molecular correspondiente al valor «tal y tal» de la temperatura, habremos de concluir que el físico llama «magnitud física» a alguna cosa distinta de lo que los filósofos han llamado «predicado» o «concepto».

Siendo más explícito: la diferencia estriba en que mientras que para que los predicados P y Q sean los mismos se requiere la sinonimia de las expresiones «X es y «X es Q», esta sinonimia no es un requisito para que la propiedad P y la propiedad Q sean la «misma» propiedad. Las propiedades, al contrario que los predicados, pueden ser «sintéticamente idénticas».

Si existe algo como la identidad sintética de propiedades, entonces ¿por qué no puede ocurrir que la propiedad de hallarse en cierto estado cerebral sea la misma propiedad que la de experimentar una sensación con cierto carácter cualitativo (esto es algo que se encuentra muy en la línea del pensamiento de Spinoza), aun cuando ello no constituya una verdad conceptual? De hecho, ¿habrá muchos a quienes les parezca falso a priori? En resumen, nos encontramos con una ola de antiapriorismo y con un nuevo sistema para la identidad sintética de propiedades, y gracias a ambas, los teóricos de la identidad, y en particular, el funcionalista, parecen entrar en acción automáticamente.

 

Ahora bien, quiero examinar lo que sucede cuando a estas dos cosas añadimos una tercera. ¿Qué sucede si un filósofo es (1) naturalista antiapriorista, (2) permite que haya algo como una identidad sintética de propiedades y (3) mantiene una concepción realista con respecto a la verdad, en la línea más dura? Deseo afirmar que este mismo filósofo se verá enfrentado a serias dificultades epistemológicas.

 

 

CEREBROS ESCINDIDOS

 

Examinemos un determinado tipo de experimento que los neurólogos han venido realizando en los últimos veinte años. Es el célebre experimento de los «cerebros escindidos» o experimento de disociación cerebral.

Quiero traer a colación la relevancia de este tipo de experimento con respecto a la teoría de la identidad y con respecto a lo que hasta este punto se ha dado por sentado en toda la discusión: la idea de que hay una correlación.

Según el modelo del cerebro como un sistema cognitivo semejante a una computadora, el cerebro posee un lenguaje interno (que podría ser innato, o una mezcla de «lenguaje» o sistema de representación innato y lenguaje público). Algunos filósofos han llegado incluso a inventar un nombre para este hipotético lenguaje cerebral, el «mentalés». Consideremos lo que sucede cuando uno experimenta una sensación visual, según este modelo (me tocará en parte inventar mi neurología, ya que no tengo los suficientes conocimientos en este campo, aunque no creo que nadie los tenga realmente). Las cosas podrían suceder así: Cuando uno experimenta una sensación, se lleva a cabo un «juicio»: el cerebro tiene que «imprimir» algo así como «registrado el color rojo a las 12 en punto». De modo que la cualidad (llamémosle «Q») corresponde, entre otras cosas, a una grabación en mentalés. Del mismo modo, se da un input hacia el centro de procesamiento verbal, conectado con las cuerdas vocales; estas últimas dan cuenta de la capacidad del cerebro para informar, en lenguaje público, «experimento rojo en este momento». Puede que el juicio en mentalés tenga que ser transmitido desde una posición a otra antes de que se dé un input hacia el centro de habla. También ocurren eventos en el córtex visual (estudiados por los neurólogos Hubel y Wiesel), que imagino destinados a «grabarse en mentalés», así como un proceso verbal. Estos «registros», «inputs» y demás acontecimientos pueden tener lugar en diferentes lóbulos del cerebro: si se secciona el cuerpo calloso, el lóbulo derecho de la persona (que no posee habla) puede ver (algo) rojo (o al menos dará una señal afirmativa a una pregunta escrita visible sólo para este lóbulo) pero si se le pregunta al sujeto « ¿De qué color es la tarjeta?» responderá «No puedo ver la tarjeta»*. Y, finalmente, en algún punto se forman la huella o huellas de memoria (disociable en memoria a corto plazo y memoria a largo plazo). Es casi seguro que no existe una cadena causal; probablemente existen ramificaciones y reincorporaciones: es decir, una red causal.

 

El problema consiste en que la psicología divide los eventos mentales de una forma excesivamente discreta. He aquí la sensación de azul: en este momento empieza, en este otro acaba. Pero las redes causales no son discretas. No hay un único evento físico que sea el correlato de la sensación.

 

Si la teoría de la identidad está en lo cierto, el estado sensorial Q es idéntico a algún estado cerebral. Un realista metafísico no puede considerar esta identidad como un asunto de convención o de decisión o como si se tuviese un componente convencional idéntico al estado cerebral Q. La opinión es que, como cuestión de hecho, vivimos en un mundo en el cual lo que experimentamos como caracteres cualitativos de las sensaciones son en realidad las mismas propiedades que algunas de las propiedades que nos encontramos en otros campos como propiedades físicas de eventos cerebrales. (O, mejor dicho, en los cuales la propiedad de experimentar una sensación con cierto carácter cualitativo es exacta y realmente la propiedad de hallarse en cierto estado cerebral.) Detengámonos por un momento y veamos lo que realmente afirma tal punto de vista. Supongamos que estamos fijándonos en la cualidad subjetiva de rojo (producida, por ejemplo, al mirar fijamente un disco verde, retirándolo para obtener una post-imagen). Supongamos también que cuando experimento esta cualidad de rojo, el estado sensorial en el que me hallo es idéntico a una disyunción de esta- (dos cerebrales. El estado sensorial no puede ser idéntico a un estado cerebral máximamente especificado, puesto que sabemos que seguiríamos teniendo la misma experiencia aun cuando anulásemos una neurona, o cualquier otro elemento. Pero la propiedad puede ser disyuntiva, por ejemplo (aunque es bastante implausible): o bien se están y descargando las neuronas pares del área tal-y-tal o bien se están descargando aquellas cuyo ordinal es un número primo. Habría una descomunal colección de estados neurológicos tales que su disyunción constituiría la propiedad de experimentar rojo.

Vayamos ahora un poco más lejos: si se están descargando las neuronas pares del área tal-y-tal, experimento rojo. Pero si el cerebroscopio dice «No, están descargándose las neuronas cuyo ordinal es un número primo del área tal-y-tal», también experimento rojo. Es decir, no puedo decir en cuál de estos estados cerebrales me hallo. Pero si experimento rojo, he de hallarme en uno de ellos. Más no puedo distinguirlos. Están descargándose las neuronas pares del área tal-y-tal no es una propiedad observable. Aun sabiendo que la teoría de la identidad es verdadera, no puedo decir, a partir de mis sensaciones, que tengo esta propiedad. Llamemos «P1» a esta propiedad y «Pa la propiedad de que las neuronas impares del área tal-y-tal se estén descargando. El estado sensorial es idéntico a la disyunción (P1 o P2), siendo ésta, por supuesto, una tercera propiedad. P1 no es un estado sensorial y P2 tampoco lo es; sólo su disyunción constituye un estado sensorial. En otras palabras, según esta ontología, la disyunción de dos propiedades que en sí mismas son inobservables puede ser observable. Lo que experimento como algo dado de forma simple es sin embargo una complicada función lógica de propiedades inobservables. Esa es la posición.

 

Es posible que le haya dado una apariencia estúpida. Cierto amigo mío me ha comentado «Supongamos que el único mecanismo que tenemos para detectar muones no distingue entre muones y antimuones. Entonces muón no es una propiedad observable, como tampoco lo es antimuón, aunque sí lo es su disyunción. Mas ello sólo puede parecer paradójico a quienes conciben la observacionalidad como una noción menos pragmática de lo que en realidad es». No obstante, mi propósito no es ridiculizar esta posición —en realidad constituye un programa de investigación neurofisiológica muy importante y completamente legítimo—, sino dejar claro a qué nos compromete. Voy a argumentar que no es la teoría de la identidad la que de por sí nos conduce a dificultades, sino la teoría de la identidad considerada en conjunción con el realismo metafísico —es decir, considerada en conjunción con lo que he denominado perspectiva «externalista» con respecto a la naturaleza de la verdad.

Se puede eludir el compromiso con esa perspectiva. Por ejemplo, Carnap habría dicho (al menos en cierto período) que el discurso acerca de objetos físicos es en realidad discurso acerca de sensaciones, si bien muy derivado, y que la decisión de afirmar que un particular estado cerebral es idéntico a un estado sensorial Q es, en realidad, la decisión de modificar de cierta forma el lenguaje del discurso acerca de propiedades físicas, de cambiar nuestro concepto de la propiedad física en cuestión.

Puesto que el discurso acerca de objetos y propiedades físicas es tan sólo una derivación del discurso acerca de sensaciones, podemos modificar las reglas. Pero este punto de vista no es el del realismo metafísico, al menos en lo que respecta a objetos materiales y propiedades físicas. Quien desee ser un realista metafísico en lo que atañe a sensaciones, sin serlo con respecto a los objetos materiales, puede adoptar la teoría de la identidad (ya que considera al discurso acerca de objetos materiales como algo flexible) afirmando simplemente «La adopto como un tipo de convención, como una estipulación adicional de significado». Ya que los significados no estaban fijados de antemano y ya que existía cierta textura abierta, desaparece el problema consistente en « ¿Cómo podemos saber que el estado sensorial es idéntico a esta propiedad y no a alguna otra?». Si lo que es esta propiedad es bastante vago, estamos autorizados a postular la identidad simplemente como una especificación de significado. Pero mi debate tiene como interlocutor a alguien que realmente piense que existe un mundo material ahí fuera, y que éste no es una mera derivación del discurso acerca de sensaciones; alguien que realmente crea que hay propiedades físicas, y que sostenga que expresiones tales como «Se están descargando las neuronas en tal-y-tal canal» son predicados que definen nuestras propiedades físicas, y que cualquiera de estas propiedades o bien es idéntica a este estado sensorial o bien no lo es.

 

 

De modo similar, creo que un filósofo como Daniel Dennett, quien piensa que el discurso acerca de sensaciones es sumamente vago, y no cree que haya una propiedad subjetiva bien definida que consista en hallarse en tal estado sensorial o en experimentar una sensación con tal carácter cualitativo, podría adoptar una teoría de la identidad en la forma de estipulación de significado, aunque lo que se determinaría en esta ocasión sería el significado de los términos psicológicos, y no el de los términos de objetos físicos. Pero, una vez más, la actitud de un realista metafísico radical no sería ésta.

Estoy pensando en un realista metafísico radical que discurra de esta guisa: «Sí, sé en que consiste esta propiedad psicológica (el estado sensorial). La he experimentado, puedo reconocerla. Creo que es la propiedad psicológica a la que me refiero. Sé lo que son ~ y ~2’ y, por ende, lo que es (P1 o P2), y el estado sensorial o bien es idéntico a esta propiedad o bien no lo es», tal y como un físico podría decir: «No hay ningún elemento convencional (creo que estaría en un error, dicho sea de paso) en la decisión en favor de que la temperatura es energía cinético-molecular media, así que, o bien la temperatura es energía cinético-molecular media o bien es alguna otra propiedad». Este es el punto de vista que quiero examinar.

El problema radica en que, si uno acepta el punto de vista del realista metafísico, existen muchas más posibilidades de las que la gente acostumbra a considerar. La primera posibilidad que se nos ocurre consiste en que el estado sensorial sea idéntico a la propiedad de que ocurran los eventos adecuados en el córtex visual y que se tenga adecuadamente grabado el «registro» en «mentales», y que se dé un input hacia el centro de habla y que se hallen formadas las huellas de la memoria —es decir, el estado sensorial se concibe idéntico a la conjunción de todas las propiedades. Pero tan pronto consideramos la posibilidad de la disociación cerebral dejamos de estar seguros de que sea necesaria toda la conjunción. Quizá la sensación sea precisamente cierto evento en el córtex visual (es decir, la propiedad de experimentar una sensación es «realmente» la propiedad de que en el córtex visual tenga lugar cierto evento).

Supongamos que es así, de momento. Ahora bien, supongamos que podemos bloquear el proceso que produce el registro en mentalés, o, al menos, que podemos bloquear el input que se dirige hacia el centro de habla. Imaginemos que le hemos mostrado al sujeto una tarjeta roja en el lado izquierdo de su campo visual (de forma que la tarjeta sólo es «visible para el lóbulo derecho», como dicen los neurólogos). El evento en cuestión, que tendrá lugar en el córtex visual, se dará entonces en el lóbulo derecho; pero si le preguntamos al sujeto << ¿Ha visto usted algo rojo?», contestará «No».

Ahora bien, por mor de un criterio que empleamos a la hora de decidir si alguien experimenta o no una sensación, el criterio de sinceridad en los informes verbales, no nos queda más remedio que admitir que el sujeto no ha experimentado la sensación de rojo. Y, por lo tanto, tendremos que admitir la «refutación» de la teoría de que Q (el carácter cualitativo relevante) es idéntico a esa propiedad del córtex visual. Pero alguien podría objetar «No, de ningún modo ha refutado la teoría. Pues, ¿qué tipo de observador nos ofrece? El sujeto tiene el cerebro partido por la mitad». En tanto dispongamos de un observador en condiciones normales, la propiedad Q es idéntica a esta propiedad del córtex visual. Y los observadores que no están en condiciones normales no cuentan. No pueden contar.

La dificultad consiste en que existen teorías de la identidad observacionalmente indistinguibles[15], y con ello quiero decir que son teorías que conducen a las mismas predicciones con respecto a la experiencia de todos los observadores que se hallen en condiciones normales.

Consideremos la teoría que afirma que es imposible tener la sensación de rojo salvo que se dé el input hacia el centro de habla. ¿Cómo puede ser probada o refutada? Podríamos pensar que hay un modo, siempre que escindamos el cuerpo calloso y que parte de la memoria no atraviese la unidad de proceso verbal; a saber, primero le preguntamos al sujeto si experimenta la sensación de rojo. Este contesta: «No». A continuación volvemos a coser el cuerpo calloso (¡Un hábil truco, si pudiésemos realizarlo!), y le preguntamos « ¡Ha experimentado usted la sensación de rojo?». Podría contestar «Sí, pero esto es un disparate: usted sabe que la he experimentado y aun así me lo pregunta, y yo me he oído a mí mismo contestándole con toda sinceridad que no». (En realidad es más usual que los pacientes «reconcilien» o racionalicen situaciones de este tipo a que las describan como acabo de imaginar.) ¿Demostraría tal informe que hubo una sensación de rojo sin que se diese un input hacia el centro de habla?

No lo haría. Si Daniel Dennett (quien alguna vez mantuvo la opinión de que la sensación es el input hacia el centro de habla, o una opinión muy cercana a ésta[16]) deseara reconciliar el informe de este sujeto con su teoría, todo lo que tendría que decir es: «No niego que en la última ocasión tuviese lugar el evento psicológico consistente en recordar que se ha experimentado antes la sensación. Lo que niego es que la sensación tuviese lugar en la ocasión anterior». En una u otra teoría, el sujeto tiene más tarde la experiencia de recordar correcta o erróneamente que experimentó antes la sensación de rojo.

 

En este punto el desacuerdo es real. Muchos neurólogos creen que el lóbulo derecho de los pacientes con el «cerebro escindido» es «consciente». En efecto, esto equivale a afirmar que a veces hay una sensación de rojo, a pesar de que no se dé ningún input hacia el centro de habla. La expresión que frecuentemente se utiliza es «Existen dos loci de consciencia». Al menos un famoso neurólogo, Eccles, mantiene que, pese a todo, el lóbulo derecho disociado (o el izquierdo, en el caso de los pacientes que tienen el centro de habla en el derecho) no es consciente. Según Eccles, la consciencia es unitaria; que el lóbulo disociado pueda «simular» una conducta consciente no demuestra que sea un segundo «locus de consciencia».

Tampoco nos ayudará apelar a máximas metodológicas, por ejemplo, «Elija usted la teoría más simple»: pues no parece que exista ningún tipo relevante de «simplicidad» que sea patrimonio de la teoría «unitaria» y del cual carezca la teoría de los dos «loci» (y vicecersa). La teoría de los dos «loci» es más simple en un aspecto: afirma que ciertas capacidades conductuales (que posee el lóbulo derecho, aun cuando no posea habla) son suficientes para la consciencia, y esto casa con el hecho de que calificamos como conscientes a los animales (los cuales tampoco poseen habla). Pero existen muchas desemejanzas entre un animal con el cerebro intacto, cuyos procesos cerebrales aún están integrados (aunque no involucren el habla), y una parte de un «cerebro escindido». Si el caso no nos tocase tan de cerca, si no tuviésemos una tendencia tan acusada hacia el realismo metafísico con respecto a las sensaciones, ¿no estaría más de acuerdo con nuestras intuiciones metodológicas considerarlo como un caso a legislar, en vez de una cuestión sobre la que disputar?

En suma, existen varias teorías de la identidad observacionalmente indistinguibles. Si el teórico de la identidad está en lo cierto, da la impresión de que no hay forma humana de saber de que modo está en lo cierto, de saber cuál es el estado cerebral que es idéntico al estado sensorial (o está correlacionado con éste).

Thomas Nagel[17] ha defendido la plausible afirmación de que es imposible imaginar cómo siente un murciélago. Pero, ¿por qué motivo ha de ser una afirmación plausible? Hace algunos años leí un delicioso libro de Donald Griffin sobre los murciélagos. Llegué a darme cuenta de que los murciélagos no son básicamente diferentes de los demás mamíferos. En general pensamos que está en nuestra mano imaginar qué sensaciones tienen nuestros perros y nuestros gatos. ¿Cuál es la dificultad con respecto a los murciélagos?

 

Bien, los murciélagos pueden oír sonidos que son más agudos en varias octavas que los que nosotros podemos oír. No puedo imaginar cómo siente un murciélago en el sentido de que no puedo imaginar en qué consiste la sensación de localización mediante el eco. Pero ¿es preciso que sea tan difícil? Yo mismo solía ser capaz de oír sonidos una octava más agudos que los sonidos más altos que puedo oír ahora, en mi madurez. Pero el tono subjetivó no ha cambiado: los sonidos más agudos que puedo oír ahora pueden ser una octava más graves en cuanto a tono objetivo que los sonidos más agudos que podía oír cuando tenía diez años y, sin embargo, poseen la misma propiedad tenue y chirriante que siempre tuvieron para mí los sonidos que se hallan en el umbral extraauditivo por ser demasiado agudos. Quizá sea así como un murciélago oye un sonido que es cinco octavas más alto que aquellos que nosotros podemos oír: como un chirrido corto y agudo. Ahora bien, imaginemos un debate entre dos filósofos, o entre dos psicólogos, uno de los cuales afirma que ninguna cualidad experimentada por un murciélago se parece en algo a las cualidades experimentadas por los seres humanos. Los qualia del murciélago son inimaginablemente distintos de los qualia humanos. Nunca seremos capaces de imaginar en qué consiste sentir como lo hace un murciélago (ni siquiera como un perro o un gato). Podemos imaginar al otro filósofo replicando: «Lo que usted afirma no tiene sentido. Quizá no pueda imaginar algunas sensaciones del murciélago; pero también es probable que no pueda imaginar algunas sensaciones de otros seres humanos (por ejemplo, algunas sensaciones del sexo opuesto), y, sin embargo, esto no significa que conciba el espacio psicológico de esos seres humanos como si fuera inimaginablemente distinto del mío. ¿Por que no debo pensar que el campo visual del murciélago, por ejemplo, es muy parecido al mío? (NOV. Al contrario de lo que se piensa, los murciélagos ven perfectamente.) Permitiendo algunos ajustes en la óptica del ojo del murciélago o en la acústica de su oído, de forma que caiga dentro de un rango que coincida con el mío, su oído es como el mío y sus dolores como los míos». Ahora bien, ¿cómo podríamos resolver esta disputa?

Ya que tanto el número de neuronas como su disposición son distintos (el centro acústico del cerebro del murciélago se amplía hasta convertirse en 7/8 partes del cerebro), las propiedades a nivel neurológico, especificadas al máximo —cuántas neuronas se descargan y dónde lo hacen— que son idénticas a una cualidad en el caso del murciélago (en el supuesto de que la teoría de la identidad sea correcta), no pueden ser literalmente las mismas que las propiedades que son idénticas a alguna cualidad en el caso de un ser humano. ¿O sí pueden serlo? Supongamos que cuando un murciélago experimenta cierta sensación visual (producida al ver objetos rojos), el cerebro del murciélago tiene la propiedad disyuntiva (P1 o P2), donde P1 y P2 son estados de su cerebro, máximamente especificados. (De hecho sería una propiedad disyuntiva mucho más complicada, con miles de casos, pero permítasenos simplificar.) Supongamos también que cuando experimento cierta sensación visual (producida al ver objetos rojos), mi cerebro tiene la propiedad disyuntiva (P1’ o P2’). Consideremos las dos teorías siguientes: (1) el carácter cualitativo de la sensación del murciélago (llamémosle «rojom») es idéntica a (o al menos está en correlación con) la propiedad disyuntiva (P1 o P2) y el carácter cualitativo de la sensación humana (llamémosle «rojoh») es idéntico a (o al menos está en correlación con) la diferente propiedad (P1’ o P2’). (2) El carácter cualitativo de la sensación del murciélago es idéntico al carácter cualitativo de mi sensación (es decir, rojom = rojoh) y ambos son idénticos a (o están correlacionados con) la propiedad más compleja (P1 o P2 o P1´ o P2´)

 

Según la primera teoría, el murciélago y yo tenemos experiencias distintas, mientras que según la última tenemos la misma experiencia; sin embargo, estas dos teorías conducen a las mismas predicciones con respecto a lo que experimentarán los observadores humanos, normales y anormales. Una vez más, son dos teorías observacionalmente indistinguibles.

¿Nos ayudarán las máximas metodológicas («elija usted la teoría más simple»)? Sigue sin estar nada claro que puedan hacerlo. Ned Block ha señalado que mientras la primera teoría es más simple en un aspecto (la cualidad se identifica con una propiedad más simple en cada caso), la segunda lo es en otro (es «no-chovinista»: consiente que se puedan experimentar las cualidades que nosotros experimentamos sin que se tenga necesariamente nuestra constitución física).

Una vez más, carecemos de principios que determinen cuál de las dos teorías es preferible. En realidad, ¿hay alguna razón para creer que existan o deban existir tales principios? ¿Por qué no abandonar, como Wittgenstein nos recomendó, nuestro realismo metafísico con respecto a las sensaciones y con respecto al predicado «es la misma que» (en tanto que aplicado a las sensaciones) y tratar este caso también como un caso a legislar, y no como un caso sobre el que disputar?

 

Por último, quiero exponer tres teorías que con toda seguridad son falsas, pero cuyo rechazo es difícil o imposible en el caso de que el realismo metafísico sea correcto. Son éstas : (1) rojoh es, después de todo, un estado funcional o casi-funcional, a saber, el estado consistente en hallarse en cualquier estado material (por ejemplo, físico) que desempeñase en nuestras vidas con anterioridad el rol funcional de señalar la presencia de rojo objetivo. (2) Las rocas tienen qualia (es decir, en las rocas tienen lugar eventos cualitativamente similares a las sensaciones visuales). (3) Las naciones son conscientes.

Consideremos primero (1). Recordemos el argumento que utilicé a para mostrar que rojoh no podía ser un estado funcional. El argumento consistía en que si identificamos rojoh con el estado funcíonal de hallarse en cualquier estado material (por ejemplo, un estado cerebral) que normalmente señale la presencia del rojo objetivo, entonces yo no podría haber sufrido una inversión del espectro (al menos en el caso de la «amnesia»), ya que me hallo en ese estado funcional cuando veo algo objetivamente rojo tanto antes como después de la inversión del espectro (dejando tiempo para que tenga lugar un ajuste lingüístico, y, si fuese necesario, postulando un ataque de amnesia). Pero, según la posición del realismo metafísico, es sin duda posible que haya sufrido una inversión del espectro (aun cuando no lo           recuerde debido al ataque de amnesia). El caso es más dramático todavía si no he tenido un ataque de amnesia y sí recuerdo que mi espectro se ha invertido; pero aun así, si los ajustes lingüísticos han sido automáticos, hay un sentido en el que lo que solía ser «la sensación de verde» desempeña ahora el rol funcional de «señalar la presencia de rojo objetivo en el entorno».

Este argumento sólo prueba que rojoh no es idéntico al estado funcional señalado. No prueba que no sea idéntico a un estado funcional más complejo, tal como hallarse en cualquier estado material que con anterioridad materializase en nuestras vidas el susodicho estado funcional. Se podría objetar que esta propiedad es bastante extraña: una complicada función lógica de propiedades funcionales. Pero ¿por qué razón es menos verosímil que una complicada función lógica de propiedades funcionales sea idéntica a rojoh  a que lo sea una disyunción de complicadas propiedades físicas? ¿Acaso el mundo prefiere disyunciones de propiedades físicas a conjunciones de propiedades funcionales?

Consideremos (2). Sea P3 la propiedad de ser una roca, y consideremos la hipótesis de que rojoh es idéntico a la propiedad disyuntiva (P1 o P2 o P1´ o P2´ o P3).  Las rocas poseen esta propiedad siempre, por supuesto. Así que, según esta hipótesis, en las rocas tienen lugar continuamente eventos con el carácter cualitativo rojoh. (No están experimentando rojo en el sentido funcional, pero en ellas se da continuamente un evento con el mismo carácter cualitativo que tiene el evento que desempeña en nosotros el rol funcional de ser la sensación de rojo.) O consideremos la hipótesis según la cual las rocas tienen diferentes qualia en diferentes ocasiones. O, al menos, consideremos la hipótesis de que alguna de estas hipótesis es correcta (sin especificar cuál). Podríamos decir, «Bueno, pero estas hipótesis son disparates». En efecto, lo son. Pero todas y cada una de ellas conducen a las mismas predicciones, para todos los seres humanos, a las que conducen la teoría «sana». Ninguna de ellas puede ser excluida sobre una base observacional o experimental, puesto que todas ellas son observacionalmente indistinguibles, desde la concepción más estándar.

Podríamos pensar que estas teorías pueden excluirse apelando al principio metodológico: no se ha de atribuir una propiedad a un objeto sin ninguna razón. Este principio no dice, por supuesto, que tales teorías son falsas (a veces no tenemos ninguna razón para creer cosas que resultan ser verdaderas), pero al menos afirma que está justificado el considerarlas falsas. Pero ¿seguro que no existe ninguna razón para sostener la menos específica de estas teorías (la teoría que afirma que alguna de estas teorías es correcta y las rocas tienen qualia)? ¿Qué ocurre con el argumento de que si nosotros tenemos qualia y el fisicalismo es verdadero (y muchos filósofos creen que hay multitud de buenas razones para aceptar el fisicalismo), entonces hay al menos un objeto físico en el cual tienen lugar eventos con carácter cualitativo: así que por qué no han de tener lugar tales eventos en todos los objetos físicos? Esta posibilidad se cerraría si pudiésemos mostrar que existe algo en la propia cualidad que le exige tener el «rol» funcional particular que tiene para los seres humanos; pero los creyentes en los quaha como objetos metafísicamente reales nos dicen que es esto precisamente lo qué no podemos hacer.

Consideremos (3), por último (aunque no por ello es la menos importante). Consideremos la hipótesis de que el dolor es idéntico a un estado funcional adecuado, que puede manifestarse también en los organismos institucionales o en las naciones. En otras palabras, supongamos que cuando en España se declara que «España está afligida por...», realmente lo está. Nunca lo sabríamos, claro. Quizá el lector encuentre en este momento interesante y algo divertido el que un grupo pueda comportarse de manera semejante a como se comporta, cuando siente dolor, algo que realmente siente dolor; pero el lector no cree que España realmente sienta dolor. Según la hipótesis, el lector estaría equivocado: el espíritu nacional realmente estaría sufriendo dolor.

Esta hipótesis guarda relación con una interesante polémica en filosofía de la mente. A los funcionalistas (entre los que me incluyo) les gusta emplear el siguiente argumento «antichovinista»: las diferencias entre un robot y un ser humano, en cuanto a organización funcional, pueden reducirse, en principio, a pequeños detalles físicoquímicos. Hasta podríamos encontrar un robot cuyo nivel funcional fuese correspondiente al nuestro. (E incluso podría tener un cuerpo «de carne y hueso», además de cerebro.) Ahora bien, salvo que seamos unos «chovinistas del hidrógeno-carbono» y pensemos que el hidrógeno y el carbono son intrínsecamente más conscientes, ¿por qué no decir que este robot es una persona cuyo cerebro resulta tener más metal y menos hidrógeno y carbono?

Este argumento ha provocado la siguiente réplica: «Bien, supongamos que en lugar de estos chismes electrónicos (neuronas electrónicas ensambladas en los mismos circuitos en los que están las neuronas humanas) lo que hay es gente minúscula, pequeños boy-scouts». Ni siquiera tenemos que imaginar que estos seres minúsculos conocen la función de todo el esquema, ni que ven otra cosa que una habitación tenuemente iluminada, o un montón de habitaciones tenuemente iluminadas, en las que se pasan notas unos a otros. (Su tiempo habría de transcurrir muy rápido en relación al «nuestro», por supuesto.) Podrían ser obreros alienados. «Ahora bien», continúa la réplica, «no diríamos que tal cosa es “consciente”, ya que sabemos que, en realidad, consta sólo de seres minúsculos moviendo su cuerpo. Y esto muestra que una organización funcional adecuada (como la nuestra) no basta para justificar la aplicación de predicados como “consciente”».

Una réplica a esta réplica (la que de hecho aduje) es negar que el «robot hidra-cefálico» (así se le ha llamado) tenga la misma organización funcional que nosotros tenemos. Pero podría haber contestado con una réplica más radical. Podría haber preguntado < ¿Qué nos prohíbe afirmar que el robot hidra-cefálico es consciente? Si el primer argumento es correcto (y creo que lo es), si el robot que posee un cerebro positrónico puede ser consciente, ¿por qué motivo el hecho de que las neuronas del robot hidra-cefálico son más conscientes significa que ese ente, en su totalidad, es menos consciente? Después de todo, somos, hasta cierto punto, una sociedad de pequeños animales. Nuestras células son, hasta cierto punto, pequeños animales individuales. Y quizá tengan sentimientos, aunque estos sean ínfimos, ¿quién sabe?». Ahora bien, si jugamos esta baza, si decidimos que el robot hidra-cefálico es consciente (pese a que sus neuronas sean boy-scouts), ¿por qué no lo puede ser España?

No pretendo afirmar que España tenga la misma organización funcional que el homo sapiens. Está claro que no. Pero existen muchas semejanzas. España tiene órganos de defensa. Tiene órganos de ingestión, se alimenta de petróleo y cobre, etc. Excreta (polución) en vastas cantidades. ¿Acaso no es su organización funcional tan semejante a la de un mamífero como lo es la de una molesta mosca, a la que atribuimos, dolor?

 

 

¿EN QUE MEDIDA ESTA BIEN-DEFINIDO EL «CARACTER CUALITATIVO»?                                                      

 

                                                                                                                 
  Por el momento no hemos puesto en duda lo que significa tener dos experiencias que comparten el mismo «carácter cualitativo». Sin embargo, esto no ocurre ni siquiera a nivel introspectivo. En primer lugar, lo que nos parecen nuestras experiencias depende de forma notoria de nuestras conceptualizaciones previas, como muestra el que digamos que vemos una mesa circular aun cuando la observemos desde un ángulo.

Este último caso plantea la cuestión, discutida por psicólogos y  filósofos desde el siglo diecinueve, de si tenemos «sense data elípticos» y pensamos que son circulares (salvo que estemos suficientemente entrenados en la práctica de la introspección) o tenemos «Gestalts» circulares y pensamos que son elípticos debido a nuestro conocimiento de la teoría óptica. Podemos tener experiencias que se ajusten a cada una de las descripciones; por si fuera poco, muchas experiencias se ajustarán a ambas. Y tampoco es probable que la neurología resuelva esta disputa: es indudable que la imagen elíptica de la retina da lugar a eventos en el cerebro, pero si identificamos éstos con «la sensación visual» el resultado puede ser algo parecido al típico relato sobre «sense data elípticos plus inferencias inconscientes»; el carácter judicativo de la experiencia («veo la superficie circular de una mesa») corresponde igualmente a «registros» e «inputs» en el cerebro, pero si identificamos éstos con la sensación visual, el resultado puede ser otro relato según el cual no tenemos sense-data elípticos salvo que juguemos que algo parece elíptico. ¿Por qué no afirmar que ambas versiones son legítimas? Como Goodman afirma con respecto al caso de un sujeto al que se le pide que describa el movimiento aparente

                                                                                                                 
         Lo que  podemos hacer  es especificar  el  tipo de términos, el vocabulario, que
            debe utilizar, pidiéndole que describa lo  que ve, haciendo uso de términos per-
            ceptivos o fenoménicos más bien que de  términos físicos. Depare o no diferen-
            tes respuestas, este procedimiento arroja  una luz completamente  distinta sobre
            lo que sucede.  La  necesidad de especificar el   instrumento que  debe utilizarse   
            para configurar  los hechos convierte en una insensatez cualquier tipo de identi-
            ficación de lo físico con lo real y de  lo perceptivo  con la mera  apariencia.  Lo 
            perceptivo es una versión bastante distorsionada de los hechos físicos en la mis-
            ma medida en que lo físico es una  versión  sumamente  artificial de los hechos

            perceptivos.[18]                                                                                                                  

 

Si veo un mantel rojo en dos ocasiones diferentes a lo largo del día, ¿tengo la misma sensación de rojo? ¿O tengo sensaciones distintas y no me doy cuenta de la diferencia (salvo que sea un pintor)?

 

El caso de la acomodación es especialmente difícil de resolver. Si un sujeto suele llevar lentes que invierten la imagen, después de un tiempo las cosas le volverán a parecer normales. ¿Se han restablecido los «sense-data» solamente con chasquear los dedos? ¿O es que el sujeto se ha acostumbrado a los sense-data alterados y ha reinterpretado «arriba» y «abajo»? Es muy probable que el sujeto sea incapaz dé decir hasta qué punto se ha restablecido la normalidad, o cuál de estas cosas ha ocurrido. (Los lectores que lleven lentes bifocales, como yo las llevo, pueden hacerse la pregunta: ¿no parece distinta la mitad inferior del campo visual, pese a que uno no se dé cuenta de la diferencia?) Mientras existan transformaciones a las que los sujetos no se acomodan nunca (de hecho, sólo lo conseguimos en relación con cambios simples), y sostengo que no nos acomodaríamos a una inversión del color, el fenómeno de acomodación arroja dudas sobre el grado en que «el mismo carácter cualitativo» constituye una noción bien-definida.

 

 

REALISMO CON RESPECTO A LOS QUALIA

 

Hemos examinado un conjunto de dificultades escépticas que no pretenden mostrar que la teoría de la identidad o la teoría de la correlación son erróneas (advirtamos que se pueden señalar tantas dificultades para la teoría de la «correlación» como para la teoría de la identidad), sino que, si son verdaderas, existe un gran número de sistemas alternativos para especificar todos los pormenores, de modo que nunca podemos saber cuál de ellos es el verdadero. E ignorar esto significa ignorar la respuesta a muchos problemas tradicionales planteados por los escépticos, tales como si las rocas y otros objetos inanimados tienen qualia, si los murciélagos y otras especies tienen o no el mismo tipo de qualia que tenemos nosotros, silos grupos pueden sentir dolor, etc.

Pero ¿qué razones puede tener un filósofo para pensar que es una posibilidad lógica el que una roca sienta dolor (es decir que «en» la roca tenga lugar un evento con el mismo «carácter cualitativo» que tiene el dolor humano)? Quizá Russell nos ofrezca alguna clave para desentrañar la naturaleza de este tipo de realismo metafísico. Russell era realista con respecto a los qualia y con respecto a los universales. Además, consideraba que los qualia eran los universales paradigmáticos. Un universal es, sobre todo, una forma en la que las cosas tienden ser semejantes; y opinaban que las semejanzas cualitativas entre las sensaciones de un mismo sujeto eran los ejemplos epistemológicamente más sencillos y fundamentales de «modos de semejanza entre las cosas». Los qualia, para Russell, son los universales par excellence.

Un realista tradicional, sin embargo, concibe un universal como algo completamente bien-definido: las palabras pueden ser vagas, pero los universales no. (Una palabra vaga es vaga porque representa a un conjunto vago de conceptos, según dijo Gódel en cierta conversación; pero los conceptos están perfectamente definidos.)

De modo que, silos qualia son universales y los universales son por su naturaleza algo bien-definido, debe estar perfectamente-definido si cualquier cosa o evento —incluyendo la mitad de un cerebro escindido, una roca, una nación o un grupo, o cualesquiera eventos que tengan lugar en estos últimos— manifiesta o no un quale determinado. Y si el quale se concibe como algo totalmente independiente del rol funcional que desempeña, si se estima que es completamente contingente que el carácter cualitativo de la sensación de rojo sea el carácter cualitativo de algo que desempeña ese particular rol funcional, entonces parece ser una posibilidad lógica que el cerebro escindido o la roca tengan ese quale.

Un filósofo que comparta mi deseo de negar que todas y cada una de estas posibilidades tengan sentido (aunque pueda tenerlo alguna de ellas —existe la tentación de considerar el lóbulo derecho como un «locus de consciencia», y he sugerido que sería legítimo hacerlo)                                                                           ha de dejar bien claro que no se adhiere a ninguna forma de behaviorismo. Decir que los qualia no son entidades bien definidas no es lo mismo que decir que no existen, que todo lo que existe es la conducta, o cualquier otra afirmación de esta índole. Muchas nociones son vagas y, con todo, poseen ciertos referentes claros. La noción de casa, por ejemplo, es una noción incorrectamente definida en el caso de los iglúes (¿consideramos que un iglú es una casa?), en el caso de los refugios de los indios navajos (hogans) y quizá también en otros  casos. Del mismo modo, el hecho de que no tengamos medios para ponderar y decidir si el lóbulo derecho es «consciente» no significa que no existan seres conscientes.

La semejanza cualitativa está definida hasta cierto punto: si experimento una sensación de rojo seguida por una sensación de verde, sé que he tenido sensaciones que no son semejantes (y lo sé sin necesidad de comparar sus roles funcionales), y si he experimentado una sensación de rojo seguida por la «misma» sensación de rojo, sé (con la vaguedad que comentamos más arriba) que he experimentado sensaciones semejantes. Pero, para alguien que mantenga una perspectiva «internalista» con respecto a la verdad, no se sigue que tenga que cuestionarse en todos los casos si dos sensaciones (ni siquiera dos eventos arbitrarios) son cualitativamente semejantes o no.

Sea E el evento consistente en experimentar una sensación particular en un tiempo particular y E’ algún evento físico en una roca. La suposición de que el carácter cualitativo de E (digamos rojoh) podría ser idéntico o correlativo a una propiedad como (P1 o P2 o P3) (donde P3 es la propiedad de ser una roca) ofende a cualquier sensibilidad humana mínimamente sensata. La suposición de que E y E’ pueden ser eventos «cualitativamente semejantes» es absurda. Ya hemos discutido una explicación de este absurdo: la hipótesis es absurda porque viola la máxima metodológica «no adscriba usted propiedades a un objeto sin tener alguna razón». Pues bien, aunque esta explicación fuese eficaz, estaría lejos de excluir la posibilidad de que las rocas tengan qualia (o de ofrecernos una razón de por qué es incoherente la idea de que sí los tienen). Pero si esa transgresión es todo lo que tienen de erróneo las «hipótesis» que afirman que las rocas tienen qualia, entonces estamos en posición de afirmar: por lo que sabemos, es posible que las rocas tengan qualia, aunque a priori es sumamente improbable.

En realidad, la incoherencia de la hipótesis que afirma que las rocas tienen qualia es análoga a la incoherencia de la «hipótesis» de los cerebros en una cubeta. Como esta última, presupone una teoría mágica de la referencia. Cualquier ser humano mínimamente sensato consideraría que E y E’ son tan poco semejantes que ni siquiera puede plantearse la cuestión de su «semejanza cualitativa» (en el sentido en que dos sensaciones pueden ser semejantes, esto es, afectándonos del mismo modo). Pero el realista metafísico, a pesar de que no niega esto último, piensa que E y E’podri’an ser semejantes aun cuando sea un «disparate» pensar en esta posibilidad lógica. Y lo piensa porque se halla bajo la ilusión de que el hecho de experimentar la sensación de marras, con su carácter cualitativo, con «su modo de afectar», con los pensamientos y juicios que la acompañan, ocasiona de algún modo que la expresión «el modo en que me afecta esta sensación» (o algún otro sustituto técnico, por ejemplo «el carácter cualitativo de esta sensación», o «rojoh», o «este quale») se refiera a un «universal» definido, esto es, a una propiedad absolutamente bien definida de acontecimientos metafísicos individuales. Pero las cosas no son así.

Si efectivamente hubiera robots que fueran funcionalmente isomórficos a nosotros, y trabajásemos, discutiésemos e incluso entabláramos amistad con algunos de ellos, no dudaríamos ni por un momento que fuesen conscientes. (Aún así, podríamos quedar perplejos ante la cuestión de si sus qualia son como los nuestros; pero esta cuestión no se plantearía más a menudo que la cuestión de si los perros o los murciélagos tienen los mismos qualia que nosotros.)

Supongamos que nos topamos con robots hidra-cefálicos. (Imaginemos que en realidad se han desarrollado en alguna parte, gracias a algún proceso biológico, tal y como los animales simbiontes se desarrollan sobre la tierra.) ¿Cuáles serían nuestros sentimientos hacia ellos?

Aunque el caso es tan extraño que uno no puede estar seguro de nada, parece que incluso en este caso (si nuestra interacción se da con el robot entero, y sólo raras veces con sus «neuronas» conscientes —los «boy-scouts» de mi relato—) podríamos comenzar a atribuirles consciencia; pero probablemente, nuestras opiniones estarían divididas. Si llegáramos a estar seguros de que los robots hidra-cefálicos son conscientes, ¿podríamos comenzar a estarlo, aunque siempre con ciertos escrúpulos, de que España lo es? No lo sé.

Con respecto a todos estos casos, recomiendo con énfasis la perspectiva que niega que en este punto exista algo oculto, algún hecho nouménico consistente en la mismidad real de las sensaciones o en la conciencia real de las entidades. Sólo existen hechos empíricos obvios: las rocas y las naciones son enormemente diferentes de las personas y de los animales, los distintos tipos de robots pertenecen a la clase de los objetos, etc. Las rocas y las naciones no son conscientes, y, con respecto a la noción de conciencia, esto es algo que consideramos como un hecho.

Esta concepción es tan perturbadora porque hace que nuestros estándares de aceptabilidad racional, justificación, y, por último, de verdad, dependan de estándares de semejanza que sin duda son producto de nuestra herencia cultural y biológica (por ejemplo, que hayamos interactuado o no con «robots inteligentes»). No obstante, ocurre algo parecido con respecto a buena parte del lenguaje que utilizamos en nuestra vida cotidiana, por ejemplo, con respecto a palabras como «persona», «casa», «nieve», y «marrón». Un realista que aceptase esta resolución de los enigmas acerca de los qualia, probablemente diría que «los qualia no existen realmente» o que los qualia pertenecen a nuestro «sistema conceptual de segundo orden». Pero ¿de qué sirve una noción de «existencia» que coloca a las casas en el lado de lo no-existente? Nuestro mundo es un mundo humano, y la respuesta a qué cosas son conscientes o no, o a qué cosas experimentan sensaciones o no, o a qué cosas son cualitativamente semejantes o no, depende en última instancia de nuestros juicios humanos con respecto a la semejanza y a la diferencia.


 

[1] Zemach me sugirió los «rayos noéticos».

[2] El término «Objeto qué se Auto-Identifica» proviene de Substance rnd Sameness de DAVID WIGGINs, Blackwell, 1980.

[3] DUMMETT expone sus opiniones en «What is a Theory of Meaning, 1, II», en Truth and Other Enigmas, Harvard, 1980. Están desarrolladas con más detalle en sus Conferencias William James, dadas en Harvard en 1976 Véase De Anima, Libro III, Caps. 7 y 8.

[4] Véase De Anima, Libro III, Caps. 7 y 8.

[5] Véase Ensayo Sobre el Entendimiento Humano, Libro III, Cap. VIII.

[6] En los Prolegómenos, KANT nos da un resumen de su propio punto de vista, de esta guisa: «Mucho antes de los tiempos de Locke, pero principalmente después de éste, se ha aceptado y concluido que, sin perjuicio de la existencia real de las cosas exteriores, se puede decir de multitud de sus predicados que no pertenecen a las cosas en sí mismas, sino solamente a sus apariencias, y que no tienen existencia propia alguna fuera de nuestra representación. A estos predicados pertenecen el calor, el color, el gusto, etc. Pero si yo, aparte de estas cualidades, aún cuento entre los meros fenómenos, por razones de importancia, las cualidades restantes de los cuerpos que se llaman primarias: la extensión, el lugar y sobre todo el espacio, con todo lo de él dependiente (impenetrabilidad o materialidad, forma, etc.), contra esto no se puede alegar el menor fundamento de inadmisiblidad; y del mismo modo que el que sostiene que el color no es una propiedad que dependa del objeto mismo, sino sólo de la modificación del sentido de la vista, no puede ser, por esto, llamado un idealista, del mismo modo mi doctrina no puede ser llamada idealista, porque yo encuentro que, aún más, todas las propiedades que constituyen la intuición de un cuerpo pertenecen a su apariencia» (trad. cast. de Julián Besteiro, Aguilar, Buenos Aires, 1968).

[7] Al describir aquí el punto de vista de Kant mediante un ejemplo tomado de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein estoy siendo deliberadamente anacrónico. Pero el ejemplo de Wittgenstein tiene profundas raíces kantianas; Hegel, que escribió poco tiempo después de Kant y que conocía perfectamente su doctrina, puso de manifiesto precisamente que cualquier juicio, hasta los relativos a impresiones sensoriales, tiene que ir más allá de lo «dado» para ser siquiera un juicio.

[8] Publicado por Hackett, 1978.

[9] Para una descripción de la concepción medieval, y. The Discarded Jmage, de C.S. LEWIS, especialmente el capítulo VIII, Sección F, Cambridge, 1984.

[10] El libro de NED BLOCK Readings in Phylosophy of Psychology, Harvard, 1980, contiene una excelente colección de artículos sobre el funcionalismo. Mis propios escritos sobre el funcionalismo están reimpresos en los capítulos 14 al 22 de mi libro Mind, Language and Reality, Philosophical Papers, Vol. 2, Cambridge, 1975.

[11] Ensayo sobre el Entendimiento Humano, libro II, Cap.32, Sec.14.

[12] «Two Dogmas of Empiricism», publicado por primera vez en The Philosophical Review, 1951. Reimpreso en From a Logical Point of View, Nueva York, 1961. (Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona, 1962.)

[13] Discuto el ataque quineano a la noción de a priori en «Analyticity Beyond Wittgenstein and Quine», Midwest Studies in Philosophy, vol. IV, Minnesota, 1979.

[14] Véase «On Properties», capítulo 19 de mi libro Mathematics, Matter and Method, Philosophical Papers, vol. I, Cambridge, 1975.

* Para una descripción más detallada del experimento de Sperry, véase K. POPPER y J. ECCLES: El Yo y sr< Cerebro, trad. cast. de Carlos Solís, Labor, Barcelona, pp. 359-362 (N. del T.).

[15] La noción de «indistinguibilidad observacional» fue introducida en varios artículos sobre la teoría del espacio-tiempo por CLARK GLYMOUR y DAVID MALAMENT en Foundations of Space-Time Theories, Earman, Glymour and Stachel (eds.), Minnesota Studies in the Philosophy of Science, vol. VIII, Minnesota University, 1977. Un problema análogo en esta teoría es la existencia de «posibles» espacio-tiempos (es decir, espacio-tiempos autorizados por la teoría de la relatividad) que difieren en sus propiedades topológicas globales, pero en los cuales los observadores tendrían exactamente las mismas experiencias. Tales ejemplos se despachan a menudo sobre la base de que las «consideraciones de simplicidad» nos dirían en qué espacio-tiempo estamos viviendo; el problema (como señala Malament) es que la teoría física (la relatividad general) no dice que vivamos en el espacio-tiempo más simple de los compatibles con sus leyes.

[16] DENNETT presenta su modelo de conciencia en «Towards a Cognitive Theory of Consciousness», reimpreso en su libro Brainstorms, Bradford Books, 1978.

[17] «What is it like to be a bat?», reimpreso en N. Block, op. cit

[18] Ways of worldmaking, pp. 92-93

 

 


 

Licencia de Creative Commons
Aquesta obra està sota una llicència de Creative Commons.